¿Qué habría sucedido si el joven
becario del Centro de Escritores hubiese firmado sus primeros textos literarios
con el apellido de su padre? ¿Las palabras que componen un nombre definen de
algún modo la percepción que se tiene de una persona?
No lo sé pero sí me parece que el
nombre “Juan Rulfo” le va mejor al nombre “Pedro Páramo” que “Juan Pérez” a la
extraordinaria novela del mexicano. Y es que Rulfo, como todos los conocemos
ahora, escogió el segundo apellido de su padre y no el primero, y de no haber
sido así los dos clásicos de la literatura contemporánea de México, Pedro Páramo (novela) y El llano en llamas (cuentos) se hubieran
publicado como obras de quien en sus primeros resúmenes biográficos, escritos a
mano con lápiz o mecanografiados por él mismo, se auto identificaba como Juan Nepomuceno
Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, hijo de Juan Nepomuceno Pérez Rulfo y de María
Vizcaíno Arias.
La deliberada elección de llamarse
Juan Rulfo, sin el primer apellido paterno y sin el apellido materno, no es
casual. Nótese la contundencia de los títulos de sus dos libros emblemáticos,
la sonoridad y el ritmo de Pedro Páramo
donde la “p” explota en los labios dos veces, o el llanto sugerido por la “ll”
reiterada en El llano en llamas.
El escritor era tan cuidadoso con cada
palabra que labraba, que probablemente pensó detenidamente su nom de plume mientras escribía sus
primeros relatos. Lo mismo podría decirse de su firma. He encontrado por lo
menos siete firmas diferentes en documentos rubricados por él, pero no como si
estuviera buscando una identidad sino más bien la que le convenía
estéticamente. ¿Cómo hacía para cobrar los cheques de su beca?
Ahora que se cumple el centenario del
nacimiento de Juan Rulfo su país se acuerda de él multiplicando homenajes y
muestras de reconocimiento. De pronto, es como si los dos breves libros que
publicó desplegaran alas en un alto vuelo o multiplicaran sus reflejos como los
cristales de color en el interior de un caleidoscopio. A 31 años de su muerte
(el 7 de enero de 1986) quizás estaría sorprendido de tanta alharaca
post-mortem: 100 actividades de homenaje a lo largo del año.
Se publican o reeditan biografías del
escritor, como Noticias sobre Juan Rulfo
de Alberto Vital o estudios sobre su obra como Ladridos, astros agonías de Víctor Jiménez, y se traducen sus
libros a más idiomas, como por ejemplo al náhuatl. Abundan las conferencias, los coloquios, los
debates, los ciclos de cine con películas inspiradas en su obra o producciones
en las que tuvo alguna participación.
La Fundación Rulfo conserva los
negativos de las seis mil fotografías que tomó, algunas de ellas exhibidas en
una gran exposición en Puebla, mientras en una muestra en la Biblioteca
Nacional en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) se exhiben los
retratos que hizo de Rulfo su amigo Ricardo Salazar, muy poco difundidos.
Rulfo con su hijo y con el escritor Emmanuel Carballo |
Pocos días después de su inauguración
el 17 de mayo, fui a visitar esta última exposición en la Biblioteca Nacional
de la UNAM y me cautivó la belleza de los retratos de Ricardo Salazar, originario
también de Jalisco, que ratifican esa expresión entre melancólica y aburrida
que caracterizaba al escritor. La muestra incluye también otras fotografías con
sus colegas del Centro Mexicano de Escritores entre ellos Alí Chumacero, Ricardo
Garibay y Juan José Arreola.
En las vitrinas colocadas a puertas de
la silenciosa sala de lectura de la biblioteca se exhiben también documentos
originales: cartas firmadas por Rulfo, los primeros esbozos de su biografía que
él presentaba como becario o para acompañar la publicación de sus primeros
relatos, y los primeros manuscritos y textos mecanografiados del relato Los murmullos, 330 páginas que luego se
convertirían en las 130 de la novela Pedro
Paramo.
Tanto homenaje no está exento de controversia.
Se han producido varios desacuerdos entre los herederos de Rulfo y las
instituciones que le rinden homenaje. En algunos casos, con un celo propio de
quienes heredan sin mérito propio lo que otro produjo, la Fundación Rulfo se ha
negado a coauspiciar ciertas actividades.
Por supuesto que hay una historia
detrás de todo esto. Rulfo consideraba que en México, su propio país, se lo
“ninguneaba” (verbo típicamente mexicano, por algo será). Esto se lo dijo a René
Zavaleta cuando coincidieron casualmente en el departamento que Rulfo alquilaba
a Enrique Arnal y Nina Tamayo en la calle Saturnino Herrán, en la Colonia San
José Insurgentes, un barrio cuyas calles casualmente llevaban nombres de
pintores novohispanos: José María Velasco, Andrés de la Concha, Rodrigo de
Cifuentes, Mateo Herrera, José Salomé Piña, Diego Becerra, entre otros.
En
esos días Quico Arnal estaba pintando el magnífico retrato de René que Alma
Reyles, su viuda, atesora hoy en su casa. Nina Tamayo recuerda que conocieron a
Juan Rulfo a través del escritor brasileño Eric Nepomuceno. Rulfo les
alquiló su departamento durante dos años y pasaba a recoger él mismo el
alquiler cada fin de mes: “Enrique lo esperaba con gusto, y se iban a tomar
un café a la librería El Ágora donde se quedaban un buen tiempo charlando sobre
la historia y literatura de México”. Aunque Nina no pudo compartir mucho
con Rulfo, lo recuerda como un “hombre de voz suave y aire sencillo”.
En ese mismo departamento conocí a Rulfo un día que
fui a visitar a Nina y Quico, hacia 1982. Pasé a la sala y allí, sentado en un
sillón de espaldas al ventanal con un cigarrillo entre los dedos, estaba
alguien cuyo rostro era inconfundible: Juan Rulfo. Le estreché la mano y luego
de unas pocas palabras quedé tan callado como él, por respeto a esa forma que
tenía de estar por el mundo con una sencillez que apabullaba, como si quisiera
ser invisible. Creo recordar que hablamos del Instituto Nacional Indigenista
(INI) donde él trabajaba desde hace mucho tiempo. Casualmente yo estaba
haciendo una consultoría para el Instituto Interamericano Indigenista (III) que
dirigía Oscar Arze Quintanilla.
Rulfo
estaba allí para recoger su alquiler, como solía hacerlo personalmente cada mes.
Esa fue la única vez que estuve con él. Lo recuerdo como un hombre taciturno,
de pocas palabras, no muy entusiasta a la hora de hablar con alguien, metido
quizás en un mundo imaginario en el que se refugiaba para aislarse del mundo
rudo que lo rodeaba.
Otros
bolivianos como Mariano Baptista Gumucio y Pedro Shimose conocieron también
personalmente a Rulfo en congresos internacionales y tuvieron conversaciones
más extensas con él. Su temperamento me recordaba mucho al de Oscar Cerruto: la
misma obsesión compulsiva por corregir una y otra vez los textos incluso
después de publicados; la misma actitud perfeccionista frente a cada frase,
cada palabra y cada signo ortográfico; la misma voluntad de síntesis para decir
más con menos y conservar solo lo esencial sin acudir a otro recurso que no
fuera la precisión y la belleza del lenguaje.
Ahora
décadas más tarde, tuve la oportunidad de estar en Ciudad de México el martes
16 de mayo, cuando se cumplieron 100 años del nacimiento del gran escritor
mexicano, que se hizo gigante parado sobre dos libros de escasas páginas, donde
cada frase está labrada para que no le sobre ni le falte nada.
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Todo
escritor que crea es un mentiroso; la literatura es mentira, pero de esa
mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno
de los principios fundamentales de la creación.
—Juan Rulfo