Podría ser el título de una película sobre
la conquista del oeste norteamericano o sobre la Segunda Guerra Mundial. De hecho,
Guadalcázar se presta para un relato épico sobre la lucha de un pueblo que
logra sacar de su territorio a empresas que vienen a llevarse minerales o a
enterrar depósitos de residuos tóxicos.
Estuve en Guadalcázar a mediados de
diciembre del 2015 para conocer un proceso de lucha que se remonta 27 años atrás.
Es una pequeña y tranquila ciudad en el altiplano del estado de San Luis Potosí
(México), donde no llega siquiera la señal de telefonía celular. “Mejor así -me dice socarrón el abogado Ernesto Rodríguez de Ávila, que estuvo
a la cabeza de la lucha contra las empresas depredadoras- porque si hubiera señal esto estaría lleno de narcos”.
San Luis Potosí, Charcas, el altiplano
potosino… son lugares de mucho simbolismo para un boliviano que conoce un poco
la historia de esos nombres emblemáticos y de la minería en ambos países. Guadalcázar
es una especie de oasis en ese altiplano, y sus habitantes se sienten
orgullosos de haber mantenido a raya a las empresas mineras que quisieron
invadirlos consiguiendo permisos “oficiales” de la Secretaría de Medio Ambiente
y Recursos Naturales de México (SEMARNAP).
La primera lucha se dio entre 1989 y 1994
cuando la empresa Metalclad realizó confinamientos de residuos peligrosos
causando daños irreversibles en los manantiales de la región. Cerca de 20 mil
toneladas fueron enterradas en La Pedrera, un predio de Amoles. Entre 1991 y
1997 los vecinos del municipio tomaron la carretera, cerraron el ingreso a los
camiones, organizaron manifestaciones en la capital del Estado mientras en
paralelo llevaban adelante acciones legales que culminaron con un amparo el año
2000.
Esa fue la primera batalla… En agosto de
2006 los dinamitazos y explosiones de una empresa minera de Texas que pretendía
ocupar en Ábrego 1.200 hectáreas para una explotación a cielo abierto de oro,
plata y uranio despertaron nuevamente la lucha en Guadalcázar. La empresa canadiense
Majestic tomó el relevo en 2009 y trató de convencer a la comunidad enviando
casa por casa sicólogos que lograron persuadir a unos pocos y lograr con
engaños una autorización municipal.
La empresa contaba con guardias privados
armados para mantener a raya a la comunidad, pero no pudo. Con machetes y
piedras la población arrancó los cercos, demolió el polvorín y retomó la lucha
legal hasta desalojar a los invasores. Y así sucedió años más tarde con una
cementera que trató de comprar a la gente repartiendo dinero y corrompiendo
autoridades.
Esa historia está retratada en Guadalcázar, un documental de Víctor
Méndez Villanueva, de la Universidad Nacional Autónoma de México UNAM), que
muestra no solamente la lucha sino la voluntad de la población de apostarle al
turismo y a la naturaleza privilegiada del municipio.
El ejemplo de la lucha de Guadalcázar
cundido en el altiplano potosino, como pude ver en Santo Domingo, donde la
población se ha organizado para dar una batalla similar e impedir el
confinamiento de residuos tóxicos en su municipio. Esa misma batalla se está dando en muchos otros lugares de México, como también en Ecuador, en Perú y en Bolivia, entre otros países.
Allí conocí al periodista Alfredo Valadez
Rodríguez, cuyo libro Minería, cinco
siglos de saqueo muestra casos similares en el Estado de Zacatecas. Toda
una historia de “atraco al patrimonio nacional”. Las maniobras de ocupar
territorios para actividades mineras o para enterrar depósitos contaminantes
fracasan cuando la población se une en acciones colectivas. La lucha de todo un
pueblo hace que sea imposible corromper o asesinar a los líderes.
La minería depredadora no solo existe en
México, sino también en Bolivia, donde tenemos un gobierno que alienta
políticas extractivistas. Y es importante tomarlo en cuenta como lo hace Julia
Vargas en su largometraje más reciente: Carga
sellada, cuyo tema de fondo son los residuos tóxicos.
Las empresas que siembran residuos
tóxicos en África o América Latina suelen esgrimir el argumento de que son
“seguros” y que no presentan riesgos. La respuesta de quienes los rechazan es
simple: “Si es así, ¿por qué no los entierran entonces en sus propios
jardines?”
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El peligro radica en
que nuestro poder para dañar o destruir el medio ambiente, o al prójimo,
aumenta a mucha mayor velocidad que nuestra sabiduría en el uso de ese
poder.
--Stephen
Hawking