Tuve el gusto de presentar en días
pasados el primer libro de Sebastián Morales: Una estética del encierro. Fue bueno hacerlo en el Auditorio de la
Facultad de Humanidades que lleva el nombre de Marcelo Quiroga Santa Cruz, cuya
faceta de cineasta y de cinéfilo es poco conocida. Las veces que estuve con él,
no hablamos de política sino de cine.
Y qué bueno también presentar la obra el
lunes 21 de marzo, cuando se celebra el Día del Cine Boliviano en homenaje a
Luis Espinal, quien fue asesinado hace 36 años, cuya amistad e influencia me
impulsó a seguir estudios de cinematografía.
La crítica de cine en Bolivia tiene ya su historia, aunque no sea muy extensa. Éramos cuatro gatos, ahora somos una docena. Bolivia era un país con muy poco cine, y por lo tanto con muy pocos críticos de cine. Además, la crítica era por una parte excesivamente descriptiva, "contaba" las películas, o simplemente las colocaba en el contexto de las corrientes cinematográficas mundiales. El análisis en profundidad comenzó con la llegada de Luis Espinal y una mirada más política sobre el cine desde los conflictos sociales en una región (Bolivia y América Latina) convulsionada por golpes militares y violaciones de derechos humanos.
Sebastián Morales en la presentación de su libro |
Cuando comencé a
ejercer este "oficio del siglo XX" (Cabrera Infante) en las páginas del suplemento Semana y luego en el diario El
Nacional, en 1970, solamente escribían sobre cine: Julio de la Vega en Última
Hora (había heredado el espacio de Eduardo T. Gil de Muro -que firmaba "Martín de Quiñones"- y de Jaime
Renart, españoles), Luis Espinal en Presencia, Amalia de Gallardo para el
Centro de Orientación Cinematográfica y esporádicamente otros colegas como
Pedro Shimose. Yo me inicié con Espinal no bien llegó a Bolivia en 1968. Fui
de sus estudiantes en uno de sus primeros cursillos: “Introducción
a la crítica cinematográfica”.
A fines de la década de 1970 se
incorporaron como críticos regulares Carlos D. Mesa y Pedro Susz, quien no ha
cejado en el esfuerzo (o el placer) en 40 años, el más constante de
todos nosotros según testimonia su obra reunida en cuatro tomos.
Otros lo hicieron esporádicamente: Fernando Rollano, Orlando Capriles Villazón y José Cabanach (en Sucre).
Llevados por un entusiasmo que duró menos
que una burbuja inmobiliaria, decidimos crear la Asociación de Críticos de Cine
de Bolivia y le pusimos como sigla CRIBO, porque pensábamos que sería la criba
crítica del cine que se veía en nuestras pantallas. Los cinco gatos fundadores
fuimos Luis Espinal, Julio de la Vega, Pedro Susz, Carlos Mesa y Alfonso
Gumucio. Eso fue en febrero de 1979, hace 37 años, no habían nacido aún los
otros gatos que hoy completan la docena.
Luego de un vacío bastante prolongado, en
el que destaca la incorporación de Mauricio Souza como jamón de lujo en el
sándwich generacional, aparece en paralelo a una legión de nuevos cineastas
jóvenes, la nueva camada de críticos y estudiosos del cine que sorprende por su
versatilidad y su agudeza: Sebastián Morales, Santiago Espinoza, Andrés Laguna,
Claudio Sánchez, Sergio Zapata y perdón si olvido a otros. (Una notable
ausencia de mujeres).
Los nuevos críticos de cine han superado a
mi generación porque tienen una formación científica que nosotros no teníamos
todavía. Prueba de ello es Una estética
del encierro: acerca de una perspectiva del cine boliviano (2016). Cuando Sebastián
Morales me pidió comentarlo y me ofreció el texto en PDF le dije que prefería
esperar a que saliera el libro impreso. Así hicimos y el miércoles pasado apareció
en casa con uno de los cuatro ejemplares que le había adelantado la imprenta.
Prefiero leer en papel, oler el libro y
apreciar la calidad de la impresión y las fotos que son esenciales en este
análisis con lupa que hace Morales de una porción del cine boliviano.
Como en toda investigación seria,
Sebastián ha hecho un recorte del material que constituye la base de su
análisis. De ese modo, este libro demuestra que todo depende del cristal con
que se mira. Lo ratifica el autor en la última página cuando reconoce que “es
posible leer el cine nacional a partir de otros conceptos, crear nuevos
puentes, nuevas relaciones”.
Divina juventud… En las primeras páginas
Sebastián se refiere a los “lejanos años 2000” como supuesto punto de quiebre.
Debo confesar que me sacó una sonrisa, porque a los de mi generación nos parece
que fuera ayer.
Coincido con la premisa de partida: el
hecho de que la irrupción del cine digital haya abaratado los costos y
multiplicado la producción no significa que haya una ruptura en las narrativas
del cine boliviano. No hay nada nuevo bajo el sol y lo que puede parecernos a
simple vista ruptura estética y formal en Bolivia, ya tiene una larga historia
en el cine mundial prácticamente desde que el cine nació. “No es posible hablar
de un nuevo cine boliviano”, apunta el autor hacia el final de su libro
(p.159).
Jorge Sanjinés |
Es normal que en toda generación joven
haya el intento de diferenciarse de las anteriores pero como bien dice
Sebastián desde su mirada joven, la aparente ruptura no es tal. Y lo demuestra
a lo largo de la obra con jugosas comparaciones semánticas entre el cine de
Jorge Sanjinés, que denomina “clásico”, y el cine posterior al año 2000 que llama
“contemporáneo”, aunque Sanjinés también lo sea porque no ha cesado de producir.
Sanjinés ha sido siempre el parámetro
preferido para dividir las etapas de nuestro cine, pero entonces tendríamos que
distinguir sus propias etapas de cineasta, un antes y un después en su extensa
cinematografía, y ello tampoco tiene que ver con un tema generacional ni
digital. Lo que el digital permite es un modo de producción diferente, no
necesariamente una estética renovada, y fue lo mismo que pasó con el cine Súper
8 durante su corta y frágil existencia.
A caballo entre formatos y soportes,
films bolivianos como Un poquito de
diversificación económica (1957) o La
vertiente (1958) de Jorge Ruiz, Pueblo
chico (1975) de Antonio Eguino, Mi
socio (1975) de Paolo Agazzi, Cuestión
de fe (1995) de Marcos Loayza o Jonás y la Ballena Rosada (1995) de Juan
Carlos Valdivia, demuestran que en diferentes épocas del cine boliviano la
supuesta dicotomía rural-urbana o altiplano-resto del país, en realidad no
existe y que uno de los errores de análisis puede ser, precisamente, tomar el
cine de Sanjinés como único parámetro, aunque sin duda lo es para algunos
efectos, por ejemplo si comparamos el espacio cerrado de Juku (2011) de Kiro Russo con Aysa
(1964) de Sanjinés. En su libro, Sebastián excluye que exista una división
tajante, un “antes” y un “después” del cine concentrado solamente en el espacio
geográfico del altiplano.
En esa perspectiva profundiza cuando opta
por el análisis espacial meticuloso de un puñado de películas emblemáticas. Lo
hace retomando las tres distinciones que hace Eric Rohmer sobre el “campo”
cinematográfico: el espacio pictórico de la imagen visible, el espacio
arquitectónico que se expande sobre los modos de producción y las locaciones, y
el espacio fílmico o virtual que se construye en el espectador. A esas tres
categorías de análisis yo añadiría una que me parece fundamental y es el
espacio contextual histórico, que a veces queda relegado en el olvido aunque
explica mucho si uno lo toma en cuenta.
Yawar mallku, de Jorge Sanjinés |
Una mirada actual sobre obras realizadas
hace 40 o 50 años no podría evadir esa cuarta mirada espacial. El campo dentro
de la imagen no es sino un segmento no solamente de una realidad más amplia,
sino de un proceso que ocurre en el tiempo. Y así como el espacio
arquitectónico es preciso, el tiempo es también único.
La diferencia que muy bien identifica
Sebastián entre el retorno o regreso al origen de los personajes de Sanjinés y
de otros personajes en films más recientes, se debe también al espacio
histórico en el que se desenvuelven. Por
ejemplo, Sixto en Yawar mallku (1969)
tenía un horizonte en su regreso (y sobre todo tenía un espacio al cual
regresar) porque esa era la época de las dictaduras en las que teníamos motivos
de lucha mejor definidos. No sucede lo mismo con Berto en Lo más bonito y mis mejores años (2006) de Martin Boulocq, donde el
personaje carece de horizonte, lo que hace que Sebastián Morales califique a la
película como “radical y pesimista”. Por supuesto que ambos films reflejan
también el sentimiento de sus directores en el espacio y tiempo históricos que
les tocó vivir.
Lo más bonito y mis mejores años, de Martin Boulocq |
Como en toda investigación, como en toda
mirada analítica, hay un sesgo, porque al recortar las preguntas que le
interesan al investigador se recorta también la bibliografía y el universo
fílmico analizado. Para utilizar un término frecuente en esta obra: hay mucho
que queda “fuera de campo” que podría explicar lo que quedó adentro, pero así
es toda investigación, si se quiere apretar no se puede abarcar mucho.
Tanto la estructura circular, que es uno
de los parámetros de análisis espacial que utiliza Sebastián Morales, como el
espacio dicotómico son propios al cine mundial que siempre ha desarrollado la
oposición y la complementariedad entre lo rural y lo urbano con sus
implicaciones en la identidad y la cultura. Por ello una mirada al campo
contextual histórico sirve también para explicar la dicotomía: el mundo era rural
hasta el año 2000, y a partir de entonces se convirtió en urbano. Es decir, hoy
la mayor parte de la población mundial vive en ciudades, incluso en países
tradicionalmente rurales como Bolivia. Esto, por ejemplo, explica las
motivaciones de muchos cineastas cuya producción es anterior al cambio de
milenio.
Cuestión de fe, de Marcos Loayza |
El viaje no es necesariamente una
obsesión del cine boliviano sino un leit
motiv en el cine mundial después de la Segunda Guerra, por la migración
masiva del campo a la ciudad o el éxodo por temas de seguridad ciudadana que
vemos en el marco de cualquiera de las guerras actuales.
En cuanto a la circularidad, que
Sebastián analiza con lupa, plano por plano, en obras de Sanjinés y de
Valdivia, queda demostrado en el libro que no tienen que ver tanto con una
“cosmovisión andina” como con un recurso narrativo espacial que ambos
realizadores manejan de manera magistral aunque con propósitos distintos, como
lo han hecho directores de otros países, como el húngaro Miklos Jancsó o el
griego Theo Angelopulous, para no mencionar sino un par. En el caso de Sanjinés
los planos secuencia circulares envuelven, en Valdivia asfixian.
El ascensor, de Tomás Bascopé |
Otro elemento que analiza a lo largo del
libro desde la perspectiva espacial es el encierro como expresión de la
marginalidad en el cine. Hay, ciertamente, muchos ejemplos, más allá de los
analizados en el libro. Pienso en El
cementerio de los elefantes (2008) de Tonchy Antezana o en El ascensor (2009) de Tomás Bascopé o en
Casting (2010) de Denisse Arancibia y
Juan Pablo Richter, pero también en el cine internacional en El castillo de la pureza (1972) de
Arturo Ripstein, El baile de Ettore
Scola (1983) o El ángel exterminador
(1962) de Luis Buñuel, entre tantas otras. De nuevo estamos frente a la idea de
la universalidad del cine, contraria a una supuesta estética andina exclusiva.
Investigar es saber hacer preguntas. La
hipótesis del trabajo de investigación de Sebastián Morales podría en realidad
aplicarse a cualquier cinematografía y no solamente a la boliviana, porque lo
que este libro aporta no es tanto lo descriptivo (que suele ser el talón de
Aquiles de nuestra crítica cinematográfica) sino los instrumentos de análisis
de la investigación, lo cual sí es innovador en Bolivia. Me gusta la agudeza
que muestra para rescatar elementos simbólicos en los planos que analiza
detenidamente y el reconocimiento que hace en la última página de su obra: “Evidentemente,
es posible leer el cine nacional a partir de otros conceptos, crear nuevos
puentes, nuevas relaciones”. (p. 160).
Dos cosas valoro especialmente en la obra
de Sebastián Morales: a) la noción de que en el cine boliviano hay una
continuidad y no una cadena de rupturas fundacionales, y b) que para realizar
análisis rigurosos de la producción cinematográfica hay que construir primero
las herramientas teóricas y recortar el universo de investigación.
Y una tercera, para terminar: este libro
provoca al lector para ver de nuevo las obras del cine boliviano con una mirada
atenta, renovada y crítica.
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La crítica es un asunto moral.
—Walter Benjamin