El cineasta boliviano Jorge Ruiz |
Su imagen aparecerá a partir de ahora difuminada, sin la claridad de líneas que mostraba la foto original. Se nos fue Jorge Ruiz, pionero del cine
sonoro boliviano, cineasta prolífico, gran persona. Me enteré de su muerte a
través de un mensaje que me envió su hijo, Guillermo Ruiz, y casi
simultáneamente en intercambios por Twitter con Carlos Mesa y Marcos Loayza.
Luego llamé a Marina Arellano, su esposa y compañera de tantos años, quien me
dio más detalles; Jorge estaba internado en una clínica de Cochabamba desde
hace cinco días, y este martes 24 de julio a las tres de la mañana decidió que
su tiempo en este mundo había concluido.
Hace apenas cuatro meses celebré con
alegría su cumpleaños, en una nota titulada “88 abrazos, Jorge Ruiz”, donde
recordé algunos episodios que nos tocó vivir juntos. Me remito a ese texto,
porque describe a Jorge en vida, y me alegra que él hubiese alcanzado a leerlo
y lo hubiera recibido como el abrazo de un amigo que lo apreciaba y admiraba.
Ahora, en cambio, todo lo que escribamos, todo lo que digamos de él, todos los
homenajes que le hagamos, lamentablemente no podrá apreciarlos.
Jorge Ruiz vivió toda su vida con extrema
sobriedad y de alguna manera “regaló” todo su trabajo, porque nunca lucró con
el cine, aún cuando el cine comercial era parte de sus intereses. Fue un hombre
íntegro, que nunca se aprovechó de nadie ni de su cercanía a personajes que
estaban en el poder, que lo apreciaban y lo conocían bien. Para él, la amistad,
a secas, era más importante que cualquier uso oportunista de las relaciones sociales.
Ese rasgo lo aprecio particularmente porque era también una característica en
mi padre, y quizás en otros muchos de esa generación.
Jorge y Marina, con Liber Forti y Alfonso Gumucio |
Como sabemos, en Bolivia el oportunismo y
el tráfico de influencias campean y es cada vez más rara la honestidad. Jorge
vivió hasta el final de sus días en una casa alquilada, no tuvo ningún
privilegio económico. Si tuviéramos un Estado más consciente del valor de la cultura,
personalidades creadoras que han aportado tanto a Bolivia en todos los campos,
como Jorge Ruiz, recibirían en vida un mejor trato, no una pensión de miseria. No basta medallas y homenajes, pues eso
no se come ni paga el alquiler.
La última vez que estuve con Jorge Ruiz
fue el 14 de noviembre del 2011, en Cochabamba. Marina me invitó a “tomar té”
(una costumbre tan agradable en Bolivia). Fuimos a visitarlo con Líber Forti,
otro de sus amigos cercanos. Antes, Líber y Jorge vivían en el mismo edificio
en la Avenida América, uno un piso más arriba que el otro, pero Jorge y Marina
se trasladaron a dos cuadras de allí, a otro departamento en planta baja, en la
calle Pantaleón Dalence 1430, para facilitar los desplazamientos de Jorge, que
había sufrido una caída a partir de la cual quedó confinado en su casa.
La tarde que lo visitamos encontramos a Jorge de
excelente humor, conversamos para ponernos al día y Marina nos mostró una
habitación donde había acomodado una vitrina con las medallas y reconocimientos
obtenidos por Jorge a lo largo de su carrera. Estaba también en esa reunión
José Antonio Valdivia, autor de Testigo
de la realidad (1998), un excelente relato autobiográfico de Jorge Ruiz. Más
tarde llegó otro amigo suyo, para leerle pasajes de la Biblia. Tomé varias
fotos para la memoria y me fui de allí ese día con la certeza de que
volveríamos a vernos, pero como se sabe, la vida no respeta los buenos deseos.
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La muerte para los jóvenes es naufragio
y para los viejos es llegar a puerto.
—Baltasar Gracián