Lo que sigue es el prólogo que escribí
para el libro La Paz mágica y rebelde
(2017) de mi amigo Rolando Costa Arduz, en cuya presentación participé el 16 de
febrero de 2018 en el salón de honor de Los Amigos de la Ciudad. Por la extensión
del texto, no cabía en los suplementos de los diarios, pero ahora es una
buena fecha para publicarlo en este blog que, además, suele tener más lectores
que los diarios.
Paceño de pura cepa (sanpedreño, si cabe el término), Rolando Costa Ardúz tiene un
linaje que lo une indisolublemente a la ciudad de La Paz, cuna de la independencia
boliviana y hoyada de magníficos paisajes coronados por el Illimani, pero
también una vapuleada sede de gobierno, festín de los políticos, manzana de la
discordia del regionalismo, ciudad amada por unos y odiada por otros,
encaramada a casi cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar y librada
en su topografía a la indiferencia de dios y a las acciones malevas de
sus habitantes que mantienen con ella una relación ambigua, a la vez de
fascinación y depredadora.
En este nuevo libro,
el número 57 de su extensa producción, Rolando reúne textos, conferencias,
entrevistas y otros documentos que ha producido a lo largo de varios años para
explicar La Paz desde tres ángulos: su historia, su topografía y sus
tradiciones.
Escribir esta presentación ha sido un
ejercicio de diálogo. Mi texto conversa con los textos de Rolando Costa Ardúz y
lo hace desde la misma premisa de la que parte todo diálogo sincero: tenemos
visiones disparejas sobre algunos aspectos, pero complementarias. Rolando ejerce
la fascinación por una ciudad que ha conocido al dedillo, con sus secretos y su
magia, y yo hablo de mi propia experiencia para decir que esa ciudad ideal lamentablemente
ya no existe, la hemos dilapidado. En este contrapunto entre su visión y la mía
quisiéramos contribuir a la toma de conciencia sobre lo que la ciudad ha
sacrificado y sobre lo que podría aún recuperar.
La historia rebelde de la ciudad es
quizás la parte más novedosa de este libro escrito por alguien que ha recorrido
con los ojos y con la memoria miles de páginas amarillentas en archivos que
guardan el rastro de una historia de nobleza pero también de traiciones, como
toda historia que trasciende. No duda en polemizar, en ejercer una defensa
cerrada y bien documentada del grito libertario del 16 de julio y de la figura
emblemática de Murillo, denostado por el integrismo indigenista.
También se ocupa de topografía indómita
que alardea con sus contrastes de formas y colores, austera, muy poco verde y
más bien pedregosa y filuda, que se eleva al cielo como un reclamo. Indómita –habría
que agregar hoy- solamente hasta hace algunas décadas, porque las más recientes
han visto desaparecer sus cerros para dar paso a planicies con proyectos de
urbanismo irracional, y sus quebradas y laderas han sido avasalladas por
construcciones de ladrillo visto que le otorgan la imagen de una ciudad a
medias y abandonada a su suerte.
Otra parte del libro destaca las
tradiciones propias de La Paz, ricas en historia, misteriosas algunas y lúdicas
todas. Fiestas y ferias llenas de ritmo y color, que han evolucionado en muchas
direcciones, fortaleciéndose en algún caso y en otros perdiendo su espíritu
original. Rescatarlas es un deber de todos los habitantes de la hoyada, porque
muchas se han desvanecido. Mientras leía
el texto de Rolando mi curiosidad aumentaba frente a la mención, por ejemplo,
de la “nogada de bacalao” o de la pastelería que incluía sugerentes delicias
como “tetitas de monja” o “cojones de obispo”. Vaya uno a saber cómo eran y por
qué recibieron nombres tan jocosos. La pena es que ya no existen.
Historia
rebelde
El rigor histórico de Rolando Costa Ardúz
en la primera parte del libro es apabullante, pero también lo es la pasión con
la que defiende la historia de la ciudad como cuna de la libertad de Bolivia.
Acucioso investigador, ha pasado años
cotejando documentos en archivos para establecer con el aplomo de la
información rescatada e interpretada, el papel que cumplió a Junta Tuitiva y
Pedro Domingo Murillo en la proclama que fue la base para la independencia del
Alto Perú.
Proclama de la Junta Tuitiva |
No duda Costa Ardúz en descartar de la
manera más categórica que la independencia se hubiera iniciado el 25 de mayo de
1809 en Sucre y consolidado un año más tarde, en 1810, en Buenos Aires. Si de
antecedentes se trata —nos dice— tendríamos que remontarnos al juramento de Bolívar en el Monte
Sacro en 1805, cuando expresa que no dará “descanso a su brazo ni reposo a su
alma” hasta romper las cadenas del yugo español. Para el autor, el verdadero
inicio de la revolución libertaria no está en Charcas sino en La Paz, el 16 de
julio de 1809.
Para el historiador paceño el 25 de mayo
fue una “asonada” mientras que en julio se produjo el “derrumbe de un sistema”
y se provocó el “trastorno del orden social tradicional”. El proceso de la
independencia no fue el resultado “de la voluntad individual de unos militares
que prestaron juramento, ni de unos doctores que iluminaban con su pensamiento
el destino de América”, sino de la certidumbre que “adquieren los criollos y
mestizos luego de los levantamientos indígenas de 1780”, al margen de las
peleas entre españoles.
Costa Ardúz afirma que en la Revolución
de Julio de 1809 se manejaba ya la tesis de que los recursos eran propios y no
de la monarquía por conducto de los virreinatos, y que ello explica en buena
parte la sangrienta represión de que fueron víctimas los protomártires cuya
posición de confrontación fue radical. La frase de Goyeneche, “no he de dejar
en La Paz más tesoros que lágrimas”, citada en el libro, se tradujo en horcas,
descuartizamientos y cabezas de revolucionarios expuestas en lugares públicos.
Junta Tuitiva |
La creación de la Junta Representativa y
Tuitiva de los Derechos del Pueblo da un paso mucho más radical que el de otros
movimientos de rebeldía, que carecían de planes y propuestas para una nueva
sociedad. La Junta Tuitiva estableció la igualdad civil y política. Su Plan de
Gobierno “preveía el desarrollo económico fomentando la relación comercial con
otras provincias del Alto Perú”, eliminando el envío de los recursos recaudados
a las autoridades de Buenos Aires. Mientras otros movimientos libertarios
buscaban remplazar una monarquía por otra, o un gobierno al otro lado del
Atlántico por otro gobierno ajeno en Buenos Aires, el llamado a la
independencia de la Junta Tuitiva no admitía maquillajes.
La acción depredadora de los Ejércitos Auxiliares
que llegaron de Argentina para aplacar la rebelión parece confirmar la tesis de
Costa Ardúz de que no había otra salida para el Alto Perú que una separación
del Virreinato de Buenos Aires. De ahí la gesta extraordinaria de los
guerrilleros de la independencia, Juana Azurduy, Miguel Ascencio Padilla,
Ignacio Warnes, José Miguel Lanza y otros criollos y mestizos que en diferentes
provincias del territorio del Alto Perú se organizaron en republiquetas locales para resistir y para continuar la lucha de
los protomártires de La Paz: “En suma, la libertad del Alto Perú no fue debida
a la acción generosa de los extranjeros que habían abandonado a los
guerrilleros en su larga campaña, ni tampoco correspondía al pensamiento de los
doctores que colaboraron al régimen colonial hasta pasado el año 1820”.
En este punto hace Costa Ardúz algunas
aseveraciones importantes, que podrán ser motivo de polémica dados los vientos
políticos que soplan en Bolivia, donde una caprichosa reescritura de la historia
está de moda. Afirma, por ejemplo, que “ni los Ejércitos Auxiliares argentinos
ni las guerrillas formadas por criollos y mestizos reclutaron jamás indígenas
en su organización, en suma, los levantamientos indígenas en el proceso de la
independencia en realidad muchas veces sirvieron para acentuar la brecha
campo-ciudad o para servir a sus propios intereses y no pueden ser consagrados
como grupos homogéneos que lucharon a favor de un sentimiento de independencia
como colonia”. Más adelante reitera que “en ninguno de los levantamientos que
precedieron a la Revolución de Julio se cuestionó la legitimidad de la
monarquía española ni se dio el propósito de organizar un nuevo gobierno”.
Frente a la idealización de la
participación indígena en las luchas por la independencia, Costa Ardúz recuerda
que los originarios estaban divididos en categorías y que no existía entre
ellos una estructura igualitaria. Los caciques aliados a los españoles gozaban
de privilegios que no tenían los mitayos y forasteros sin tierra. Los primeros
estaban librados de pagar tributos y diezmos mientras al resto se le imponía
una servidumbre despiadada, de la cual la iglesia era cómplice.
Una parte del texto sobre el proceso
libertario está destinada a reivindicar la figura de Pedro Domingo Murillo,
según Costa Ardúz denostada y difamada al extremo de que alguna publicación
vinculada al gobierno de Evo Morales se arriesga a afirmar que Murillo montó
uno de los cuatro caballos que descuartizaron a Túpac Katari. Los nuevos
historiadores indigenistas sostienen que Murillo fue soldado en los ejércitos
españoles y victimario de indígenas en los Yungas, y que la propia revolución
juliana fue contraria a las aspiraciones de libertad de los indígenas. El hecho
de haber participado en la defensa de la ciudad durante el cerco de 1781 haría
también de Murillo un traidor.
La ética intelectual de Costa Ardúz lo
hace dar cuenta de todos esos relatos e interpretaciones, incluso de los
exabruptos más notorios, antes de responder a ellos apoyándose en la
documentación existente. Su detallada descripción de los documentos y
testimonios exime a Murillo de la caracterización de traidor y perseguidor de
indígenas. Hace mención de la excomunión de que fueron objeto los protomártires
de julio y de la sentencia de muerte del 26 de enero de 1810, como pruebas
determinantes de que el poder español los había condenado por representar el
paradigma de cambio de sociedad.
Abandonados a su suerte, Murillo y sus
compañeros de lucha padecieron el juicio, la condena y la ejecución por
colgamiento sin que se produjera en su favor ningún movimiento popular de
protesta. De paso, el autor recuerda que ni siquiera los grandes líderes de las
rebeliones indígenas y criollas gozaban de la lealtad de todos los originarios.
Tomás y Nicolás Katari fueron denunciados por los indios de Pocoata y Augullas,
y Bartolina Sisa, Túpac Katari, Túpac Amaru, fueron víctimas de traiciones de
los propios indígenas.
Sin duda, los capítulos de este libro
vinculados a los episodios históricos de 1809 y 1810 son los más polémicos del
libro. Rolando Costa Ardúz es tajante en sus afirmaciones y se siente bien
respaldado por las investigaciones que ha realizado. Los historiadores podrán debatir
con él sobre sus afirmaciones, de eso se trata cuando uno escribe y publica.
Ciudad
mágica y dilapidada
Si los textos, cartas y entrevistas de la
parte histórica de este libro están escritos de manera desafiante, decididos a
irritar a quienes piensen de otra manera y a establecer con ellos un debate
documental “hasta las últimas consecuencias”, la segunda parte aborda la
topografía y el escenario físico de la ciudad y de sus alrededores con el
lenguaje de un muchacho que escribe cartas de amor a la destinataria de sus
emociones románticas y lo hace en un lenguaje poético que transmite ensoñación
y encandilamiento.
Escribe maravillado: “Alguna vez he
imaginado y así lo he dejado escrito, que dios puso en manos de un loco unas
tijeras para que corte papeles de colores a su antojo, para luego entregar esos
retazos a un ciego a objeto de que los pegue obedeciendo solo al impulso de su
sentimiento y de ese modo estructuró el plano de nuestra ciudad”.
Rolando Costa Ardúz describe la
topografía enrevesada y cautivante como un laberinto: “una loca geometría de
ondas, de picos, cúpulas y quebradas, terrazas y plataformas que hallan
hospedaje en la hoyada irregular y laberíntica, donde la severidad de sus
formas otorga la impresión de un caos organizado…” Y añade más adelante que la ciudad “como una
montaña invertida engarza sus raíces en el misterio que la ha convertido en
anfiteatro, donde el céfiro musita con solemnidad, clavando en sus cuatro
costados los silencios que la hacen serena y soberbia”.
La fascinación del autor por el caos del
trazado urbano se expresa a lo largo de su mirada en párrafos no exentos de
nostalgia: “La variedad de las formas
que caracolean o serpentean adquiere representaciones distintas según los
barrios. Hay calles haciendo genuflexión, otras que parecen haber perdido la
brújula, otras que se desplazan de acá para allá, a diestra y siniestra, calles
embriagadas haciendo eses y cuando bajan de las laderas haciendo contorsiones y
dando volteretas, ejercen piruetas semejando corrientes río abajo, configurando
una hidrografía de piedra”. La “tendencia escarpada se ha hecho tan dominante y
tiránica para marcar nuestro paso, que hasta nuestros muertos van inclinados
cuando suben de espaldas la calle Tumusla, camino al Cementerio General,
embarcados en un barco de gusanos con dirección a un puerto desconocido”,
escribe vertiendo su experiencia de médico forense sin dejar de incluir algo de
humor negro en su relato.
Es una visión idílica la que despliega el
autor cuando se refiere a la urbe de “espejos escondidos” donde conviven una
ciudad india milenaria y una ciudad mestiza, antes divididas claramente por el
rio abierto que atravesaba frente a la iglesia de San Francisco. Todo ello ha
cambiado mucho y ambos territorios están ahora confundidos de manera abigarrada
y caótica. El río ya no es una frontera territorial, porque su cauce ha sido
embovedado y porque en la larga disputa por el territorio a partir de la
Revolución de 1952, se ha profundizado el mestizaje que no está determinado por
la sangre solamente sino en el poder económico generado por el comercio, por el
contrabando y en algunos casos por el narcotráfico. El gran capital no es más
el del sistema financiero legal y el de los “viejos ricos” paceños o
extranjeros radicados en la ciudad, en su mayoría venidos a menos o emigrados a
otros países, sino el de los nuevos ricos de la Avenida Buenos Aires o de El
Alto, que recorren las zonas residenciales del sur de la ciudad con maletas llenas
de dinero en efectivo para comprar casas, departamentos y tiendas. Los hijos de
esta nueva clase en ascenso no van a estudiar a Estados Unidos o a Europa, sino
que aprenden chino, viajan frecuentemente al país asiático o se establecen
allí, para ayudar a sus familias a hacer negocios de envergadura.
El texto de Costa Ardúz atribuye a un
espíritu rebelde el diseño de las casas en esta ciudad cuyo crecimiento desafía
las leyes de la gravedad. Es generoso en esta apreciación que pretende darle
coherencia a la incoherencia urbanística. Y tiene razón cuando dice que hay una
resistencia generalizada a acatar normas y reglas de convivencia: se construye
salvajemente y sin permisos municipales en cualquier ladera deleznable, se cortan
los pocos árboles cuyas raíces aún sostenían la tierra para evitar deslizamientos,
o se deja a medias construcciones en ladrillo visto para no pagar impuestos. En
la improvisada arquitectura aimara de El Alto, que ya es visible en muchos
lugares de La Paz, el segundo piso rebasa un metro sobre las aceras, robándoles
sin disimulo ese espacio de luz.
La migración galopante desde las
provincias hacia la ciudad de La Paz y hacia El Alto ejerce una presión
sostenida sobre el medio ambiente y la topografía, y está acabando con los
recursos naturales y con los espacios públicos, cada vez más escasos. No
solamente es la hoyada la que sufre esas consecuencias, sino que los alcances
de la depredación del medio ambiente llegan hasta el Titicaca, el “lago
sagrado” contaminado en niveles alarmantes.
Esta ciudad que ha crecido en un tajo
profundo de la tierra se ha extendido tanto que ahora desborda por todos sus
ángulos en la altiplanicie y sobre las laderas de las montañas vecinas. Se ha
desplegado pero no se ha desarrollado racionalmente, porque desarrollarse
significaría hacerlo en armonía con la naturaleza y para beneficio de sus
habitantes. El concepto contemporáneo del desarrollo sostenible y del
desarrollo humano pone como escala de medición al ser humano no solamente con
sus necesidades materiales, sino con sus anhelos de convivir en armonía. El
desarrollo a secas significa destrucción y depredación, y eso es lo que ha
caracterizado a La Paz a lo largo de décadas recientes, a pesar de los
esfuerzos que han realizado varias gestiones municipales.
Así como en 1904 se prohibió vestir con
trajes indígenas, por considerarlos retrógrados y contrarios “a las buenas
costumbres” (¿cuáles serían esas?), también fue paulatinamente excluida la arquitectura
propia de los aimaras —según nos
cuenta Costa Ardúz— que probablemente no
tenía nada que ver con la actual neoarquitectura
alteña, con influencias y objetos procedentes de China. Y tampoco se respetó en
las décadas republicanas aquello que alguna vez fue orgullo de la población de
origen español: la Alameda que se encontraba en el extremo sur de la ciudad,
una densa arboleda de altos troncos nobles, se fue convirtiendo con el tiempo
en el escuálido Prado (Avenida 16 de Julio), cuya gracia actual son unas
cuantas jardineras con flores.
En el cuadro histórico colonial de la
Plaza Murillo, donde se concentran lado a lado los símbolos de los poderes del
Estado y de la iglesia, se levanta detrás del Palacio Quemado un adefesio de 28
pisos con helipuerto, diseño megalómano y arbitrario que destruyó sin permiso municipal
una casa patrimonial para reemplazarla por un paralelepípedo fálico , símbolo
del machismo autoritario enviagrado por el usufructo del poder.
Rolando reconoce el escaso valor
patrimonial de las calles y edificaciones de la ciudad, porque de la época
colonial no quedó mucho, queda poco de la republicana y cada vez menos en este
presente de avasallamientos. La ciudad no tiene una arquitectura monumental,
“ni siquiera un fachadismo o decoración”, y “su apariencia desgreñada” hace que
no haya dos calles iguales, simetría o “techados de la misma camada”. Solamente
“contrastes sin refinamiento en los detalles” y pequeños jardines que pugnan
por crecer en “calles remendadas”.
Como Medellín y como Quito, La Paz nació
rodeada de montañas sobre las que se ha extendido a través del tiempo, como una
trepadora de ladrillo, cemento y calamina que se aferra a las faldas verticales
y a las pendientes caprichosas. El horizonte se transforma, se afea de día y
resulta interesante de noche, cuando se observa la hoyada como un lago de
luces.
Alguna vez se podía hablar del “alambique
urbano, donde se destila el aire espirituoso de Chuquiapu, que embriaga a sus
transeúntes”… como recuerda en su decir poético Rolando Costa Ardúz, pero hoy
esa imagen idílica contrasta con los olores nauseabundos que despiden los ríos
subterráneos cargados de desechos sólidos y materia orgánica en descomposición.
“¿Por dónde empezar a hablar del sentido
de urbanización si se ha perdido la plomada?”, se pregunta el autor cuando
alude de manera benevolente a la imposibilidad de “rendir culto a la armonía” y
a la “simetría caprichosa, en donde las construcciones se agolpan en una
abigarrada colmena”.
Los vehículos saturan el tráfico a
extremos insoportables, incapaces de tolerar los semáforos o los pasos de
cebra. Las bocinas y las alarmas suenan sin motivo, como si de ello dependiera
la vida de alguien. Si acaso hay regulaciones municipales sobre la
contaminación auditiva y visual, no se aplican. A ratos uno quisiera vestir el
traje de policía para imponer multas, ya que los policías no cumplen con su
deber ni conocen las normas.
Ya no refulge en las calles la piedra
rectangular de Comanche alisada por el paso de los vehículos. Cada vez más la
costra caliente de asfalto cubre esa piedra que le daba a la ciudad una
personalidad particular. No olvidaré que semanas después del sangriento golpe
militar de García Meza en 1980, mientras cruzaba disfrazado la Avenida Villazón
con rumbo al exilio, frente a la Universidad Mayor de San Andrés clausurada por
la dictadura, un grupo de trabajadores levantaba los adoquines de Comanche que
tantas veces habían servido para que los estudiantes irguieran sus barricadas
en tiempos de dictaduras. La dictadura volcó encima el asfalto, y más tarde
vino toda la deformación que conocemos como “nudo Villazón”.
Oro
transfigurado
Las alusiones que hace Rolando a la
novela Felipe Delgado de Jaime Sáenz
y a la canción “No le digas” parecen hoy incongruentes. ¿Qué diría Sáenz de su
ciudad malversada? La canción incluye versos citados con nostalgia: “dile que
en los ríos me viste / lavando oro para su cofre…”
El Choqueyapu, uno de los 320 ríos que
surcan la ciudad por debajo pero quizás el más importante, aflora en su cauce
abierto a la altura de la gruta en la curva que conduce a Obrajes, como el
símbolo de la decadencia y la desidia. Esas aguas que hace medio siglo
arrastraban algo de oro son hoy aguas fétidas que solamente arrastran basura.
Sobre el cauce flota una espuma blanca formada por los residuos químicos y
materia en descomposición. Con esas aguas se riegan río abajo las plantaciones
de legumbres.
Como elemento simbólico el Choqueyapu
funciona en varios niveles: lo hemos tratado de encauzar, de embovedar y de
esconder, pero no de limpiar como hacen las ciudades que aman sus ríos. Esas
aguas que se desprenden prístinas de nuestros majestuosos nevados se contaminan
a su paso por la ciudad. Cualquiera que haya tenido oportunidad de visitar países
donde los gobiernos y los ciudadanos son más conscientes del medio ambiente,
puede recordar lo agradable que es caminar junto a los ríos que surcan las
ciudades, o tomar una embarcación para recorrerlos. Pocas, es cierto, en
América Latina, lo cual en lugar de ser un consuelo es una constatación de que
no vamos bien con nuestra visión del desarrollo latinoamericano. Los ríos
europeos no siempre fueron limpios como ahora, ya que durante la edad media y
el oscurantismo eran también vertederos de aguas servidas y de basura, pero hoy
son un lujo de belleza.
La Paz que conoció Rolando Costa Ardúz
tenía poco más de cien mil habitantes, era una ciudad limpia pero injusta. La
actual sigue siendo una ciudad injusta pero sucia, a pesar de los esfuerzos que
ha realizado el municipio en décadas recientes de la mano de alcaldes que
sentían una sincera preocupación por la ciudad y que realizaron obras que han
tratado de salvarla o por lo menos de detener su deterioro: Mario Mercado,
Julio Mantilla, Ronald MacLean, Juan del Granado y Luis Revilla.
La ciudad se ha transfigurado en
peligroso desequilibrio y con marcas de irremediable desaparición. En Kantutani
ya no hay kantutas, la flor nacional que solía cultivar en su casa nuestro común
amigo Ricardo Pérez Alcalá es desconocida por las nuevas generaciones o quizás
admirada en las láminas escolares que la equiparan a la bandera nacional. Achumani
ya no es el lugar pedregoso de las grandes aguas sino un amplio lecho de río seco
convertido en urbanización. El río ha sido supuestamente dominado, encajonado,
pero se rebela a principios de cada año y en ocasiones arrastra con violencia
puentes y casas, como vengándose de los intentos por amaestrarlo.
Jaime Saenz ©AlfonsoGumucio |
El Apumalla ya no es el “río magnífico”
sino un cauce contaminado como todos los otros, y si Munaypata siguiera siendo
“la altura del deseo” probablemente el metro cuadrado sería el más caro de la
ciudad. Los nombres indígenas siguen allí como huellas de un pasado remoto y
aunque todos articulamos su sonoridad muy pocos ciudadanos de la hoyada conocen
su significado.
La ciudad enigmática de Jaime Sáenz
existe en la literatura, pero alguna vez existió en La Paz. Gente de nuestra
generación todavía frecuentó El Averno, donde uno podía atravesar la frontera
invisible del submundo de Sáenz para tomarse uno o muchos tragos, pero hoy yo
no podría encontrar la pequeña puerta de madera, ni siquiera la estrecha calle
donde existió.
Testigo
mudo
El Illimani se impone como el punto de
referencia inevitable, “es el que le da sentido al paisaje”, si no estuviera
allí La Paz perdería el faro que la ilumina y sería una ciudad triste, vacía de
encantos, despojada de su ángel guardián que tantas exclamaciones admirativas
arranca a propios y a extraños. No cabe duda de que La Paz está en medio de un
accidente geográfico convertido en espectáculo visual. Narradores como Arturo
von Vacano, músicos como Néstor Portocarrero, fotógrafos como Antonio Suárez,
cineastas nacionales y extranjeros, y una pléyade de poetas se han regodeado recreando
esa montaña majestuosa que de acuerdo a la época del año, del día y de la hora,
cambia de fisonomía y sufre metamorfosis propias o inducidas por la tecnología
del photoshop.
Hace pocas décadas todavía existía en La
Paz una perspectiva que colocaba en último plano el sombrero nevado de tres
picos, visible desde cualquier lugar de la ciudad. No era necesario subirse a ultimo
piso de algún edificio para ver el Illimani porque no había edificios y la
montaña se podía apreciar desde cualquier punto del Prado o desde la avenida
Mariscal Santa Cruz. Ahora hay que subir al Montículo para verlo, o con suerte desde
la avenida Camacho. Los edificios, torres de cemento sin arte ni gracia ni
espacios verdes, han cegado esa visión y han segado la cresta del Illimani.
El lenguaje que utiliza Rolando es a
veces poético y a veces excesivamente técnico, porque en su personalidad
dialogan las facetas de creador literario y de historiador. Cuando se refiere a
que las “cumbres cordilleranas con su silencio fatigan el horizonte”, nos sitúa
en un marco geográfico excepcional. Testigo majestuoso de la historia de La Paz
y también de su decadencia, el Illimani es impotente y generoso. Generoso porque presta su imagen para hacer
más amable el paisaje, para que los paceños levantemos la cabeza y desviemos la
mirada de lo que tenemos cerca. Por eso las fotos de la ciudad son siempre desde
lejos y desde arriba, sin contacto directo con las calles y la gente. Nos
enorgullecemos del paisaje, porque no podemos sentirnos orgullosos de la ciudad
vivida cotidianamente, la ciudad que contribuimos a destruir con nuestra
indolencia.
Todos tenemos una historia que contar
sobre esta ciudad que nos aprisiona entre sus montañas, creando en el
imaginario añoranzas del mar que no podemos tocar ni oler, o de los bosques
tropicales cuya naturaleza les impide desarrollarse aquí donde el oxígeno
escasea. En la sobriedad del paisaje hemos aprendido a diferenciar los detalles
que emergen de la rusticidad del entorno: los cerros cuyo color los distingue,
los cielos límpidos o cargados de electricidad según las estaciones, los ecos
de la vida cotidiana que retumban en el espacio hundido donde se ha
desarrollado la ciudad que en décadas recientes escapa hacia abajo siguiendo el
cauce de los ríos, o desborda sobre el altiplano como en un juego salvaje sin
reglas ni compromisos.
Memoria
contrastada
Quisiera inventar otros títulos para el
libro de Rolando, por ejemplo, “La Paz mágica y huérfana”, que den cuenta de su
carácter contradictorio, de su vida cotidiana malbaratada por sus propios
habitantes, como se puede constatar cuando uno la recorre más allá de los
ámbitos que luchan por conservar los rasgos nobles de su historia.
“Este país tan solo en su agonía”, decía
Gonzalo Vásquez Méndez en un poema dedicado a Bolivia. Algo así podríamos decir
de La Paz los que hemos visto su transformación en la últimas cinco décadas.
Alfonso Gumucio, Rolando Costa Arduz, Eduardo Machicado y Luis Rico |
Nuestras memorias, las de aquellos que
tenemos la edad para contarlas, comienzan con una ciudad pequeña, tranquila y
señorial. Todavía tuve la suerte de ver a hombres humildes que lavaban oro de
cuclillas en el margen del Choqueyapu, para rescatar esa arenilla brillante y
cotizada que podía extender día a día su sobrevivencia. Pasaban horas allí,
moviendo circularmente la arena del río en platos de metal. Como nos recuerda
este libro, el oro fue una de las razones por las que la ciudad se trasladó a
la hoyada a los pocos días de su fundación inicial en el poblado de Laja. Otra
de las razones, abrigarse del clima inhóspito del altiplano y bajar
cuatrocientos metros a una altitud un poco más benigna y menos agresiva para la
salud de las personas.
Mi padre, con un agujero enorme en los
pulmones debido a su largo historial de fumador, solía decir: “Prefiero vivir
tres meses más en La Paz, a seis meses en Cochabamba y nueve en Santa
Cruz”. A ese punto este cochabambino de
nacimiento se adaptó a la ciudad en la que hizo su vida de adulto, y aunque su
carácter visionario sobre el desarrollo nacional lo llevó a proyectar grandes
cambios estructurales en el oriente y en los valles, La Paz fue el asiento de
su potencial de planificación, sencillamente porque el poder (de hacer) estaba
aquí.
Fue muy triste para mi, obrajeño acostumbrado
a pasear cerca del río y a robar frutos de las huertas aledañas en expediciones
que hacíamos con los amigos del barrio, reconocer que las cosas habían cambiado.
Una vez encontré una caja de zapatos con un bebé estrangulado y tirado al río
Choqueyapu, donde unos perros se disputaban el botín de tierna carne. Esa imagen
tan dramática marcó definitivamente mi relación con la ciudad.
Es difícil mantener una visión nostálgica
de La Paz cuando analizamos con lucidez el decurso de las cinco décadas más
recientes. Lo han hecho muchos especialistas desde sus campos de ejercicio y de
investigación: arquitectos, urbanistas, artistas, politólogos, historiadores y
cronistas de la ciudad. En alguna
medida, la visión de Rolando Costa en este libro va a contracorriente porque es
una mirada generosa sobre la ciudad que ama, porque rescata lo mejor de la
historia, de la topografía y de las tradiciones, como si en ese esfuerzo
quisiera que La Paz recupere aquello que ha ido perdiendo irremediablemente.
Muchos paceños que aman su ciudad han
señalado que no tenemos la voluntad de conservar lo valioso del pasado. “Más
bien queremos hacer tabla rasa para imponer la fealdad y el mal gusto”, dice el
arquitecto Carlos Villagómez, quien ha inventado el “Síndrome de la huachafería
adquirida (SIHUA)” que con una mezcla de ácido humor y frustración describe la
característica dominante de la ciudad actual.
No solo la historia y el patrimonio de La
Paz están en riesgo. No solo se ha erosionado su estructura física, sino
también la memoria de la ciudad y su vida cotidiana. El libro de Rolando Costa
Ardúz nos permite hacer ese balance y tomar conciencia.
La
Paz, agosto de 2015