El maestro Ricardo Pérez Alcalá le dejó a
Mónica Rina Mamani el regalo más precioso: le enseñó a pintar con maestría, que
no es lo mismo que simplemente dominar una técnica de pintura.
Mónica (que firma sus cuadros como Rina) fue
la depositaria de la experiencia y de la creatividad que Ricardo quería
transmitir a su discípula favorita, diría yo la única, porque si bien ofreció
muchos talleres de pintura a alumnos que han mostrado luego su capacidad y
potencial, solo tuvo una discípula heredera de su visión de la pintura, y en
particular, su visión de la acuarela.
No cualquier acuarela, sino acuarela sobre
tabla preparada con una capa de yeso, una técnica que es difícil desde la
preparación misma de la base sobre la que se va a pintar. Pintar acuarela sobre
tabla es un desafío que solamente dos pintores bolivianos han encarado con
maestría: Ricardo Pérez Alcalá y Mónica Rina Mamani.
En la acuarela, como la conocemos los comunes
mortales, se mezcla el pigmento con agua y se aplica a una hoja de cartulina
porosa que absorbe el color y lo difumina, creando formas cuya transparencia agrada
a los ojos menos experimentados porque las líneas son amables, las manchas son
evocadoras y los colores se pastelizan
a veces hasta quedar muy cerca de la repostería.
Todo lo contrario sucede con la acuarela sobre
tabla, que solamente ojos muy experimentados pueden distinguir de la pintura al
aceite. Sobre la rigidez de la tabla y del preparado de yeso no hay
difuminación del pigmento o desvanecimiento de las líneas. En la acuarela sobre
papel los colores se desmayan, en la acuarela sobre tabla muestran su agudeza.
Sobre la tabla preparada una línea delgada
como un cabello, las alas de una mosca o
las patas de un escarabajo mantienen su consistencia, una cierta dureza que
raya en el hiperrealismo. Incluso expertos en pintura admiran esa cualidad
antes insospechada de la acuarela sobre tabla.
Todo esto es importante decirlo porque Rina
Mamani expone nuevamente acuarelas y hemos tenido oportunidad de conversar
nuevamente sobre su obra y sobre sus perspectivas de desarrollo.
Conozco a Mónica desde hace muchos años y
siempre la vi junto a Ricardo en su taller, desde el desayuno hasta el
atardecer, ambos pintaban juntos o Mónica simplemente observaba con
detenimiento el trabajo de su maestro.
Mónica debate consigo misma entre producir un
cuerpo de obra trascendente realizada con la técnica que heredó de Pérez
Alcalá, que pondrá su nombre entre los grandes de la pintura boliviana
contemporánea, y por otra parte complacer a potenciales compradores de paisajes
y obras realizadas con acuarela o técnica mixta sobre papel.
Le he dicho varias veces que ese debate es
falso, puede hacer ambas cosas: crear su obra más personal y al mismo tiempo
vivir de su pintura. Es un debate entre la libertad y el mercado, que afecta a
todos los artistas plásticos.
Muchos han caído en la posición más cómoda:
dejarse llevar por el mercado y ofrecer más de lo mismo. Otros pocos como Quico
Arnal nos sorprendían cada vez con una muestra que sin dejar de tener el sello
del artista, ofrecía una mirada de extraordinaria fuerza sobre las montañas, o
los aparapitas o los desnudos.
Mónica (para los amigos) Rina (para la firma) vive
día a día esa contradicción, como podemos consta en la exposición más reciente
de su obra, la primera individual desde junio de 2016, en la que combina temas
y técnicas sin lograr una unidad pero al menos mostrando su versatilidad como
artista plástica.
La muestra abierta desde el jueves en la Galería
Altamira (San Miguel) no tiene nombre porque la propia Mónica es consciente de
que lo que ha ganado en versatilidad puede perder en unidad. Predominan los
paisajes de La Paz: “Me gusta porque hay lugares que parecen de otra parte, uno
nunca termina de conocer esta ciudad. Yo no me animaba a pintar el Illimani,
por ejemplo, pero ahora lo he hecho mirándolo de cerca”.
Hay obras para todos los gustos y a mí me
gustan aquellas que tienen una dimensión fantástica. No me interesa tanto otro Illimani más, o el
desnudo de espaldas rodeado de flores, o las marraquetas y caritas de tantawawas suspendidas en el aire, que pueden
ser lugares comunes para colgar en comedores. Prefiero el otro desnudo, más
poético, que lleva por título “Mensajero” o el bodegón “Para volar”, donde un
insecto casi en movimiento anima un cuadro que de otra manera sería técnicamente
perfecto pero muerto. Es el mismo principio que “Texturas”, donde los objetos
inanimados de pronto parecen reaccionar ante la presencia de una furtiva
iguana.
Sus desnudos son “estudios” dice Mónica: “En
la acuarela sobre tabla o panel rígido es más difícil lograr esos tonos de
piel”. Le pregunto qué diría ahora Pérez Alcalá de su trabajo: “Siempre pienso
en mi maestro cuando pinto. Pienso en aquello
que criticaría y aquello que le gustaría de mi obra. En esta muestra creo que
criticaría el formato, porque a él le gustaba que yo pinte cuadros más grandes.
Incluso me hizo varias veces trabajar formatos más grandes a partir de cuadros
pequeños”.
Le pregunto si cree que está continuando con
el legado que le dejó Ricardo: “Quisiera creer que sí, pero no me siento a
veces conforme con lo que hago. Me gustaría pintar más acuarela sobre paneles
rígidos, pero es un trabajo que toma mucho tiempo y a veces las necesidades me
obligan a pintar más sobre papel, porque la gente me pide ese tipo de
acuarela”.
(Publicado en Página Siete el domingo 5 de noviembre 2017)
(Publicado en Página Siete el domingo 5 de noviembre 2017)
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Esta obra me ha salido demasiado bien, tengo que
arruinarla un poco.
—Ricardo Pérez Alcalá,
cuando bromeaba