Conocí en la ciudad de El Alto a varias mujeres bolivianas con extraordinario hambre de justicia, y dotadas de todo lo necesario para hacerla prevalecer: inteligencia, honestidad, entusiasmo, decisión, y compromiso.
El Alto está tan cerca de La Paz y tan lejos de todo. Es la ciudad boliviana que ha crecido más rápidamente (más mal que bien), en apenas tres décadas, y que no termina de sufrir problemas de crecimiento, como un adolescente torpe y desgarbado. Las calles llenas de polvo y de basura, la ausencia de árboles, el paisaje urbano espantoso que cuando no ostenta colores chillones expone meramente el ladrillo de construcción, el cemento, las varillas de metal desnudas. La desidia de sus autoridades y de su población, los altos índices de criminalidad, prostitución, tráfico y fabricación de drogas, hacen que los problemas sociales sean agudos y que mucha de la gente que vive allí pertenezca al rango de la ciudadanía informal.
Y sin embargo, ese mismo espacio urbano feo y descuidado, es compartido por una cantidad respetable de proyectos, organizaciones no gubernamentales y asociaciones culturales que desarrollan un trabajo social incesante, muy a pesar de todo lo que acabamos de describir.
Una de esas instituciones es el Centro de Educación y Comunicación para Comunidades y Pueblo Indígenas (CECOPI), que fundó en 1997 Donato Ayma, destacado comunicador aymara y exministro de educación, y que ahora dirige su hija Tania Ayma. Visité CECOPI y Radio Atipiri en el marco de una evaluación que hice hace unos meses de los programas de la WACC en Bolivia, Perú y Ecuador, y no pude sino maravillarme de los resultados, más de aquellos inesperados que de los previstos en la propuesta del proyecto original, aunque los inesperados son sin duda consecuencia de los previstos.
Hablé con varias mujeres de El Alto, de Tiwanaku y de Santiago de Callapa que participaron en los cursos de capacitación impartidos por CECOPI y dirigidos por la propia Tania Ayma, y todas coincidieron en que desde entonces sus vidas habían cambiado rápidamente. Mujeres que vivían antes entregadas a las labores domésticas, encerradas en sus comunidades, padeciendo el machismo que es prevalente en el mundo aymara y que les negaba una participación política activa, de pronto descubrieron nuevos horizontes.
Es el caso de Porfiria Quispe Pérez, Lidia Apaza Queso, Juana Quispe Choque, Sonia Alejo Ramos y de Marthina Cruz Osco, quienes me contaron sus historias de vida. “Antes yo no salía de mi casa y me dedicaba a labores de agricultura, pero desde que empecé a trabajar con la radio, mi vida ha cambiado, mi participación en las organizaciones de mujeres ha sido mayor, y ahora estoy en la Federación de Mujeres Bartolina Sisa, he sido elegida dirigente provincial de Pacajes”, dice Lidia.
“Yo era muy tímida –me dijo Marthina- quería perder el miedo a hablar frente al público, o de visitar una oficina, y en eso el curso me ha ayudado mucho. Ahora digo ‘pido la palabra’ y digo lo que tengo que decir”. Sonia confirma: “Mi vida ha cambiado en algunos aspectos, tengo más facilidad de palabra, ya no me quedo callada, he perdido el miedo.”
Las trayectorias de Lidia, Marthina y Sonia corren en paralelo. Luego del curso se convirtieron en dirigentes de su comunidad, y poco más tarde fueron electas en cargos político-sindicales provinciales. “Tenemos derecho a la tierra, derecho a la política, a tomar decisiones. Ahora tenemos el trabajo de fortalecer a las mujeres, vamos municipio por municipio para que sepan los derechos que tenemos”, dice Sonia.
Le pregunté a Sonia: “¿Dónde te ves en diez años?” Sin pensarlo dos veces respondió: “Ministra de Justicia”.