30 noviembre 2010

Villa de Leyva, ciudad blanca

Lo que más impresiona en Villa de Leyva es la luz. La pequeña ciudad colonial, fundada en 1572 a 290 kilómetros de la capital colombiana, emana luz. La intensidad del blanco que cubre sus paredes hace apreciar más el poco color que aparece en los marcos de las puertas y ventanas, o en alguna bandera que flamea.

Aquí se filmó una parte de la película Cobra verde de Werner Hertzog, entre muchas otras, quizás porque la ciudad conserva su trazado original y su parte de su arquitectura colonial, aunque más de un historiador arguye que quedan muy pocas casas genuinamente coloniales. Quizás por ello no figura en la lista de Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. De cualquier manera, es la historia de Villa de Leyva la que le otorga su prestigio y su fama.

El pintor Fred Andrade escogió como residencia las alturas que rodean a Villa de Leyva, allí instaló su taller y construyó un par de estudios para huéspedes deliciosamente decorados con sus obras. Los colores vivos de sus pinceles desbordan los cuadros que cuelgan de las paredes, se extienden sobre los muebles de madera de las habitaciones. Todo es color, quizás en contraste con la blancura de la ciudad que se puede ver desde allí a vuelo de pájaro. Allí me alojé, al final de un empinado camino, para disfrutar de la vista y del silencio.

La Plaza Mayor de Villa de Leyva tiene un cuadro trazado para lo que pudo ser una gran ciudad donde se erigirían edificios señoriales, catedrales y palacios como en otras ciudades coloniales de América.  Pero los delirios de grandeza de sus fundadores no se hicieron realidad, y hoy la iglesia de Nuestra Señora del Rosario no llega ni a proyectar su sombra sobre el empedrado de la plaza.


El empedrado no tiene más de cuatro o cinco décadas, pero ayuda a remontarse en el tiempo para escuchar los cascos de los caballos e imaginar a los caballeros levantando  el sombrero para saludar a las mozas reclinadas sobre los balcones floridos. Las calles son como pasillos infinitos donde el fulgor de las paredes blancas quema los ojos. El exceso de luz es matizado por los colores sobrios de los balcones, puertas y ventanas, por lo general verdes o azules.

Los patios interiores de las casas coloniales, con arcos de piedra, pasillos con bóvedas de cerámica o madera, fuentes de agua y cascadas de flores, alojan ahora tiendas de artesanía y restaurantes, algunos excelentes, como aquel -El Tomatino- donde me di el gusto de comer diversas preparaciones de róbalo, sumando a las degustadas en Cartagena un par de días antes (a las hierbas finas, al pesto, al ajillo, o a la mandarina y miel). Se come bien en Villa de Leyva.

Cerca de Villa de Leyva está el Puente de Boyacá, lugar famoso por la batalla en la que el 7 de agosto de 1819 el Ejército Libertador selló la independencia de Nueva Granada al derrotar al ejército realista. Bolívar, quien dirigió el ataque y entró triunfante en Bogotá el 10 de agosto, regresó a Villa de Leyva el 25 de septiembre, según informa una placa.  La llamada Ruta de los Libertadores incluye varios pueblos de la zona. Todo parece tan chiquito en la perspectiva de los años, incluso las bajas sufridas por ambos ejércitos (13 luchadores republicanos y un centenar de realistas).

A escasos seis kilómetros de la ciudad, el olivar donde se erige –esta palabra es la apropiada- el observatorio astronómico de Monquirá, conocido como “El infiernito”, parece haber sido en realidad un lugar de los muiscas para el culto a la fertilidad, a juzgar por medio centenar de falos de piedra –grandes y medianos- erectos verticalmente.

En franco contraste con el parque arqueológico de Monquirá, está el carácter pío y recogido de los monasterios que hay en la zona. Los curas vivían aislados, en retiro, pero en su aislamiento creaban las condiciones óptimas para servir a dios en armonía con la tranquilidad de sus espíritus y de sus estómagos. Los monasterios de Santo Ecce Homo y de La Candelaria se ubican en lugares apacibles, en medio de breves valles rodeados de colinas. Son construcciones de piedra, amplias y seguras, con bosques y terrenos de cultivo.

En Ecce Homo una placa de piedra en el comedor del monasterio deja leer una inscripción en latín: “Bibas ut Vivas non vivas ut biba”, que en castellano podría traducirse como “Bebe para vivir, no vivas para beber”. El vino se conjugaba bien con el rosario (o la Rosario, como en el chiste del párroco de pueblo).

Los frailes vivían rodeados de cristos tristes y espinosos, y santos sangrantes con la mirada perdida en el cielo, y se dice que ellos mismos se castigaban con látigos, quizás para equilibrar otras compensaciones terrenales (además de la promesa del cielo).

El año 1977 cerca de Villa de Leyva descubrieron los restos de un kronosaurus de siete metros de longitud y más de 100 millones de años, un reptil marino que nos da una idea de cómo habrá sido el fenómeno tectónico que elevó el lecho del océano para formar la Cordillera de los Andes.  El museo de El Fósil –que así se llama- es una empresa turística administrada por la Junta de Acción Comunal local.

Todo esto no está mal para un fin de semana de descanso, pero si me dan a escoger entre Villa de Leyva, Popayán y Mompox, las tres ciudades coloniales más emblemáticas de Colombia, sin pensarlo dos veces escogería Mompox, cuya condición remota entre dos brazos del Río Magdalena ha permitido que se preserve su magia y misterio a lo largo del tiempo.

Colombia tiene mucho para ver pero es un país desconocido, mal conocido, de alguna manera secreto para quienes no son colombianos, porque desde afuera solamente aparecen a la vista sus problemas.