15 septiembre 2010

Expreso de Oriente

Tenía 13 o 14 años de edad cuando leí –más bien devoré- las 54 novelas de Agatha Christie que se habían publicado hasta entonces, entre ellas “Asesinato en el Orient Express” (1934). A pesar de que en la novela Estambul es apenas el punto de partida de Hércules Poirot y la trama sucede íntegramente en el tren de regreso a Viena, la sola mención de la antigua Constantinopla hizo que su nombre se adhiriera para siempre a mi imaginario.

Graham Greene escribió “Stamboul Train” (1932), donde el personaje es también el Expreso de Oriente y  la aventura policial termina cuando el tren llega a la mítica ciudad turca que une Europa con Asia. Estambul quedó desde entonces en mi horizonte como un destino que algún día tendría que alcanzar.

En la primera oportunidad que se presentó a principios de los años 1970s, tomé (solamente hasta Milán) el Expreso de Oriente, el tren con nombre mágico que desde 1883 viajaba de noche entre París y Estambul. De ese viaje recuerdo los antiguos vagones de madera, los pasamanos de bronce y los ronquidos de dos turcos que me robaron el sueño.

El lujo sobrio de los vagones contrastaba con los trenes más modernos que acabaron por remplazar en 1977 al Expreso de Oriente. Años después renació como un ave fénix de lujo, para satisfacer a los turistas ávidos de viajar por esa ruta célebre, pero con el mayor confort. En 2009 murió definitivamente.

El paso del tiempo aleja los horizontes que uno se propone. Con retraso -porque el tren de la vida dio muchas otras vueltas por otros territorios- recién pude conocer en julio de este año la antigua Bizancio o Constantinopla, la capital de dos imperios durante 1500 años, la bisagra entre dos continentes. Ni las novelas policiales ni las historias de espías y traficantes de armas –verdaderas e inventadas- que transcurren en esta ciudad mítica, lo preparan a uno para el descubrimiento de Estambul. Es una ciudad abigarrada, con 13 millones de habitantes y con siete colinas como Roma, repleta de magníficos palacios, 2500 mezquitas, 157 iglesias cristianas, 19 sinagogas y 10 monasterios.

Las calles de Estambul son avenidas de la diversidad cultural por donde circulan ciudadanos asiáticos, árabes, europeos, africanos de costumbres muy diversas. Del golfo pérsico llegan visitantes musulmanes, a veces mujeres cubiertas de negro de la cabeza a los pies, donde apenas se distinguen los ojos presos detrás de la burka (pero el marido, muy fresco, en bermudas y chancletas), y otras de países menos fanáticos del Islam, cuyas mujeres agraciadas llevan solamente el velo que cubre sus cabezas.

Me alojaron a media cuadra del tradicional Hotel Pera Palace, que abrió sus puertas en 1892 para acoger a los pasajeros del Orient Express. En la habitación 411 escribió Agatha Christie su famosa novela (Hitchcock, Hemingway y Greta Garbo figuran entre otros célebres personajes que se alojaron en ese hotel).  Sin duda la gran dama del misterio también caminó por la calle peatonal Istiklal, una cuadra más arriba, que un antiguo, lento y solitario vagón de tranvía recorre de ida y vuelta sobre una vía única, abriéndose paso entre un hormiguero de visitantes de todo el mundo, que recorre el corazón de la ciudad hasta la Torre Galata o para tomar el Túnel.

La Torre Galata, legado de la comunidad genovesa en 1348, erguida sobre la ciudad con una vista magnífica de 360 grados sobre el Bósforo y el Golden Horn, parecía vigilar mis movimientos nocturnos con dos ojitos de luz. Caminé a su alrededor varias veces de noche y de día por las retorcidas callejuelas y pasajes donde me tomaba una copa de vino (que los hay excelentes en Turquía) o por 2 Liras Turcas un gran vaso de zumo de toronja o de naranja.

El “Túnel”, cerca de allí, es uno de los trenes subterráneos más antiguos del mundo, jalado por un cable empinado que une solamente dos estaciones, una en lo alto de Beyoglu y la otra en las orillas del Cuerno de Oro, el estuario que divide Estambul. Al otro lado está Sultanhamet, la península en la que se fundó la ciudad, y allí se concentran los monumentos más emblemáticos de Estambul, cuyo conjunto es Patrimonio de la Humanidad desde 1985 (¿por qué tardaron tanto?). Muchos de ellos fueron obras del arquitecto del imperio otomano, Mimar Sinan, a quien Suleyman el Magnífico le dio el poder y los recursos para realizar las 477 obras que se le atribuyen.

En pocas horas es posible recorrer innumerables edificios emblemáticos, como la gigantesca Santa Sofía, extraordinaria por dentro y por fuera; la Mezquita Azul con sus seis minaretes y sus bellos azulejos; el Palacio de Topkapi, el Museo de Arqueología y la Basílica Cisterna, extraña construcción bajo tierra, un gigantesco depósito de agua que alguna vez sirvió para alimentar la ciudad, con 336 columnas que emergen del agua, algunas sostenidas por cabezas de Medusa. En el Museo Arqueológico impacta la belleza del “Sarcófago de Alejandro”, llamado así no porque haya sido esculpido para Alejandro Magno, sino porque en sus frisos de mármol aparece vencedor contra los persas.

En Topkapi impresionan las dimensiones del Harem (que en árabe significa “prohibido”), un conjunto de 300 habitaciones en las que el Sultán guardaba celosamente a sus concubinas y a su familia. Además de ellos, sólo podían entrar a prestar servicios los eunucos negros, que eran revisados periódicamente para comprobar la eficacia de sus castraciones. Una de las habitaciones tiene dos gigantescas camas donde el Sultán podía jugar con diez concubinas al mismo tiempo. En Topkapi hay mucho que ver, pero me quedo con la imagen de la hermosa daga de oro y esmeraldas (1741) que se hizo famosa en una película con Melina Mercouri y Peter Ustinov.

Muy cerca de allí está el Gran Bazar, una ciudadela de estrechas callejuelas techadas, con 18 puertas de entrada y 4 mil tiendas, donde se concentra la producción artesanal, que es tan rica como la variedad de especias de todos los sabores y colores que se venden en el otro mercado cercano, el Bazar de las Especias (1660). Uno puede pasar horas en estos bazares repletos de gente, ya sea para mirar o para comprar hermosas piezas de cerámica, de trabajos en metal o en cuero, antigüedades o dulces típicos.

No pude resistir la tentación de pasar unas horas de relajamiento en un baño turco; Cagaloglu Hamami fue el lugar indicado, con su inmenso hararet (cuarto caliente), pero no salí completamente satisfecho con el tratamiento tradicional de masajes, sauna y exfoliación…. El Sultán Mahmut I construyó este hammam en 1741 y por aquí pasaron Franz Listz, Omar Sharif, Rudolf Nureyev, y Florence Nightingale, entre otros. No es extraño que se haya convertido en un atractivo turístico.

El Estrecho del Bósforo que une el Mar de Mármara con el Mar Negro, no solamente separa en dos a Estambul, sino que separa a Europa de Asia, pero el largo puente Bogazici inaugurado en 1973 une al mismo tiempo los dos continente.  Basta tomar ese puente (o el tren subterráneo que pasará en breve debajo del estrecho) para pasar de un continente a otro. La ciudad tiene ese aire doble, esa atmósfera de leyenda donde se mezcla la cultura europea y asiática.

En las esquinas de Estambul, como en toda Turquía, abundan las fotos de Ataturk (“padre de los turcos”) fundador y primer presidente de la nación.  En pocos países se rinde tributo de manera tan unánime a un líder político como a Ataturk en Turquía; y con razón, pues fue quien modernizó el país y lo acercó a Europa.

Este 2010 Estambul es la Capital Europea de la Cultura (un concepto creado por Melina Mercouri el año 1983, cuando era Ministra de Cultura de Grecia). Durante todo el año, y sobre todo en la época de verano, las actividades culturales se multiplican como para convencer a cualquiera de algo que por la historia y la leyenda es desde ya evidente: que esta es una gran ciudad, una de las ciudades más dinámicas, sorprendentes y mágicas del mundo.