27 agosto 2025

Los dos Neruda

(Publicado en Brújula Digital y Agencia de Noticias Fides el miércoles 13 de agosto de 2025)

Además de los libros que escribió sobre sí mismo, publicados después de su muerte en 1973, y de los poemas en clave autobiográfica, Pablo Neruda ha sido sujeto de múltiples biografías, en particular aquellas que escribió su amigo cercano y comilitón Volodia Teitelboim. La publicación de Neruda en su laberinto pasional (2023, Plural) de Verónica Ormachea, arroja nuevas luces sobre la personalidad del poeta galardonado con el premio Nobel de Literatura el año 1971. La particularidad del libro de Ormachea es que se trata de una novela biográfica, o si se quiere, de una biografía novelada. Por una parte, profundiza en las motivaciones poéticas, y por otra se concentra en las relaciones amorosas del poeta chileno, fundamentales en casi todos sus libros, pasando revista por todas las mujeres que ocuparon en su vida un lugar de importancia.        

Para completar este trabajo de narrativa la autora le ha dedicado mucho tiempo a la investigación, por lo que podemos colegir que la obra se apega a hitos biográficos reales, aunque ejerce su derecho creativo de inventar situaciones. La “bibliografía esencial” que menciona al final, consta de 24 lecturas fundamentales. La parte inventada son los diálogos atribuidos a los personajes, y las cavilaciones de estos en primera persona. 

Cuando leo obras de amigos, suelo tardar bastante porque lo hago a conciencia, tomando notas mientras avanzo en el texto. En este caso, veintiséis páginas de notas a mano las he resumido en este comentario que habla tanto del libro como de mi propia percepción sobre Pablo Neruda, poeta al que leí desde mi adolescencia (como no podía ser de otra manera), cuando ya había publicado sus libros más importantes. No influenció mi propia poesía, como creo que lo hizo en cambio Nicanor Parra, César Vallejo o Cortázar, entre otros.

La novela de Verónica ratifica algunas de mis percepciones sobre el poeta chileno: por una parte, que fue un personaje mimado desde muy joven por su entorno de relaciones, hasta bien avanzada la primera mitad de su vida, y que a partir de allí nace un segundo Neruda, a mi juicio más interesante que el primero (que estuvo enfrascado en una poesía amorosa bastante “cursi”, según la apreciación de Jorge Luis Borges). Lo que yo no tenía claro (en parte porque las propias “memorias” de Neruda son tramposas y ocultan más de lo que revelan), es el papel fundamental que tuvieron en su vida las mujeres, desde su madre que murió cuando Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto (su nombre de pila) tenía apenas dos meses de edad, hasta que pensó sus últimos versos antes de morir envenenado, 12 días después del golpe militar de Augusto Pinochet.       

Para saber cuál de sus mujeres tuvo mayor influencia sobre su vida y sobre su poesía, está el libro de Verónica Ormachea, que deja suficiente espacio a los lectores para que se hagan una idea por sí mismos, a pesar de las once páginas introductorias (antes del Capítulo I) en las que Neruda en su lecho de muerte, reflexiona en retrospectiva aleccionando al lector. Quizás debí saltarme esas páginas también, como me salté el prólogo de Darío Villanueva (exdirector de la Real Academia Española), porque creo que una obra de ficción no debería estar precedida por una opinión que influya en el lector. 

La novela me atrapó y recorrí sus 466 páginas en mucho menos tiempo del que yo mismo había calculado: la vida de Neruda es interesante para contarla, por lo bueno y por lo menos bueno del personaje y de su obra literaria. 

Verónica Ormachea 

“¿Hay algo más definitivo que la muerte?”, se pregunta al inicio Neruda, por boca de la autora de la novela. Claro que sí, me digo como lector: el olvido. Por suerte obras como esta luchan contra el olvido y lo hacen de manera polémica, invitando al lector a pensar críticamente, sin caer en la hagiografía, aunque el propio poeta-personaje no resiste la vanidad del auto-elogio: “… mi poesía me salvará, porque si yo muero, ella no morirá y yo viviré así para siempre, al menos en los corazones del mundo”. Con esa sentencia parece responder a la pregunta que él mismo se hizo minutos antes, mientras vomitaba en esa ófrica habitación pintada de verde del hospital donde agoniza aquejado de un cáncer de próstata.          

Dicen que la vida entera pasa como una película en la mente de quienes están a punto de morir. En este caso, en la versión de Verónica Ormachea Gutiérrez, los recuerdos más vividos tienen que ver con la vida lúdica y casi secreta de los amores y de los deseos sexuales que Neruda no consignó en su autobiografía. Aquí, su vida pública pasa a un segundo plano al menos en la primera parte del libro. Lo que le interesa a la autora es desvelar la intimidad del poeta, amante del amor, más allá de los nombres de esos amores acumulados en 69 años de vida: Matilde Urrutia de la Cerda (para nombrar primero a la última), pero también Teresa León (su primer amor), Albertina Azócar, Vicenta Vidal, Laura Arrué, Ma Nyo Teh (la amante birmana), María Antonieta Hagenaar (su primera esposa indonesia), Loreto Bombal, la muy importante Delia del Carril, Beatriz Bracamonte, y al final, Alicia Urrutia, la sobrina de Matilde. 

La construcción del personaje

Ricardo Reyes, antes de ser Neruda

Las páginas introductorias sintetizan lo más obvio para el lector menos informado: “Jamás me imaginé que me convertiría en uno de los poetas más universales del siglo XX, traducido a todos los idiomas…” Quizás no era imprescindible decirlo así, ya que quienes se acercan a esta obra ya conocen lo esencial sobre Neruda, cuyos poemas se leen desde los primeros cursos en el colegio. Ese “autorretrato” ficcional inicial, que resume lo que leemos después en la novela, sale sobrando: primero, porque la obra de Neruda es ampliamente conocida, y segundo, porque tratándose de una novela, no es necesario y se convierte en una suerte de “spoiler”. Las auto-valoraciones de Neruda (como protagonista de la novela), le quitan al lector la libertad de deducir por sí mismo, a lo largo de la obra, la personalidad íntima y secreta del personaje: “Y las engañé a todas, a todas mis mujeres, fui un eterno infiel. ¡Qué fresco fui!” —equivale a revelar en las primeras páginas de una novela policial, el nombre y las motivaciones del asesino.       

Lo que fascina en la novela desde su primer capítulo es la historia desmenuzada de este “adonis con nariz de tucán y ojos caídos” que se convierte en un conquistador de mujeres y usa sus poemas para encantarlas y emborracharlas de ilusión. 

La escritura suele ser un ejercicio de introspección psicológica. Aquí la autora actúa como “médium” para adelantarse en las motivaciones primarias de Neruda, y sugiere que estas tienen origen en la primera infancia, cuando Neftalí pierde a su madre. Esa ausencia de la mujer-madre recién parida, habría determinado su manera de relacionarse con todas las mujeres de su vida: amor | separación | abandono | venganza. 

Ricardo y su hermana Laura

La novela cita textualmente versos de Neruda cada vez que estos sirven para marcar un episodio de su vida. Sabemos desde siempre que toda poesía es autobiográfica, pero la de Neruda lo es explícitamente y eso le sirve a la autora para incorporarla como complemento en el relato biográfico novelado. Verónica supone que, en su lecho de muerte, Neruda se arrepiente de su egoísmo y de todo el dolor que causó a lo largo de su vida, pero no conozco evidencia de que haya manifestado en la vida real, remordimientos por sus malas acciones. Como se trata de una novela, toda interpretación es legítima mientras sea verosímil en el contexto de la propia narración: “Mis enemigos decían que no he sido capaz de amar a nadie más que a mí mismo”. Quizás también sus amigos, que lo conocieron mejor.      

Su madre lo parió, pero la primera mujer de su vida fue su Mamadre, es decir su madrastra que lo cuidó como a su propio hijo, tal como hizo con Laura y Rodolfo, hijos del mismo padre al que detestaban, aunque no por las mismas razones. La fuga desde Temuco hacia Santiago era el único camino para el poeta en ciernes. Escribir poesía febrilmente era un proceso de catarsis que al mismo tiempo le permitía ser aceptado y seducir a hombres y mujeres que pertenecían a un estrato social más alto. La novela sugiere que el poeta se enamoraba no necesariamente de las mujeres más bellas ni de las más sensuales, sino de aquellas que podían inspirar mejor sus poemas. Es decir, estaba enamorado de su propia poesía, estaba enamorado de sí mismo, con ese narcisismo que lo acompañó toda su vida. 

Las mujeres le abren puertas para darse a conocer. Para ilustrar esa habilidad de Neruda, Verónica Ormachea introduce a un personaje paradigmático: tenía apenas 20 años de edad cuando en casa del diplomático boliviano Ricardo Jaimes Freyre conoce al ya famoso Vicente Huidobro, poeta “ateo y comunista” que vivía en París mantenido por su familia oligarca. Así, gracias a Patricia, la sofisticada y atractiva sobrina de Jaime Freire, Neruda ingresa al mundo de los intelectuales más conocidos, que su pobreza le había vetado hasta entonces. Su sentido utilitario de las mujeres daba un nuevo giro: ya no eran sólo musas, sino peldaños. 

Desde el punto de vista narrativo la novela es una polifonía de voces. No solamente habla Pablo, sino cada uno de los personajes de su vida, y por supuesto, la autora de la novela, que no se limita a hacer descripciones en tercera persona, sino que interroga al poeta y responde en nombre del lector. En este retrato dibujado a través de diálogos, Neruda aparece como un personaje cínico, que se siente herido y traicionado cada vez que una mujer lo abandona, pero olvida el “detalle” de que él mantiene relaciones con dos o tres mujeres al mismo tiempo.        

Las descripciones menos adjetivadas son las más bellas: “El poeta guardaba sus versos y cartas en un paraguas ahí colgado. El único adorno que tenían era una botella color azul”. 

Aunque pasó momentos de mucha precariedad económica cuando su padre dejó de enviarle dinero desde Temuco, sorprende la suerte que tuvo para conseguir fácilmente su primer puesto diplomático como cónsul en Birmania, mientras Carlos Ibáñez del Campo (1929-1931), presidía un gobierno dictatorial y represivo. Neruda encadenó, uno tras otro, puestos diplomáticos entre 1927 y 1935 como cónsul en Rangún, Ceilán, Java, Singapur, Buenos Aires, Barcelona y Madrid, con tres gobiernos de distinta orientación política. Empezó con una dictadura y siguió con el gobierno de Arturo Alessandri Palma. No le importaba tanto la ideología del gobierno mientras él pudiera seguir escribiendo poesía y sellando ocasionalmente algún documento consular. La impresión que tiene el lector es que siempre tuvo puestos que no le demandaban trabajo, aunque eso iba a cambiar con la Guerra Civil en España. 

Barcelona en 1936, en puertas de la Guerra Civil, era el lugar donde había que estar para conectarse con los principales intelectuales progresistas del mundo. Su amistad con García Lorca, Alberti, Rubén Darío, entre muchos otros, la aprovechó bien para establecerse como escritor antes que diplomático. Su vida había cambiado completamente en apenas 10 años: de ser un poeta pobretón que nunca había salido de Chile, a convertirse en uno de los escritores más queridos en lengua castellana. Su objetivo no era representar a su país sino a sí mismo, y absolutamente todo lo que hacía apuntaba en esa dirección. 

Verónica Ormachea enriquece su novela con muchas anécdotas que la hacen entretenida, aunque a veces su imaginación desborde. Por ejemplo, en una primera brevísima visita a París, Pablo y su amigo Álvaro Hinojosa tienen un encuentro (tan casual como improbable) con César Vallejo, en el café La Rotonde, donde ambos se leen versos mutuamente, lo cual no es muy verosímil. El encuentro existió, pero no fue tan íntimo: en sus memorias póstumas Confieso que he vivido, Neruda afirma (p. 97-98) en tres líneas: “Por esos días conocí a César Vallejo, el gran cholo: poeta de poesía arrugada, difícil al tacto como piel selvática, pero poesía grandiosa, de dimensiones sobrehumanas”. Se conocieron en la calle Montpensier, cerca de Palais Royal, en febrero de 1927. 

Con frecuencia, la novela usa expresiones coloquiales que suenan bien en boca de los personajes, pero no necesariamente en la voz narradora que uno espera algo más “neutra”, aunque no quiere serlo, ya que interpela constantemente a Neruda y a quienes lo rodean. 

Mujeres fundamentales 

Con María Antonieta Hagenaar 

Uno de los episodios mejor narrados es el encuentro con la primera mujer con la que compartió la vida cotidiana, la “pantera birmana”, Ma Nyo Teh. Su relación amorosa cargada de sexualidad se exacerba y se hace tan posesiva, que en un momento dado el poeta tiene que huir precipitadamente a otro país, literalmente, para alejarse de la mujer que lo persigue con un cuchillo. Neruda logra que su gobierno lo nombre cónsul en Colombo (Ceilán), por entonces todavía bajo la dominación británica. Toda la experiencia asiática de aquellos tiempos tuvo que ser fascinante, pero no se reflejó en su poesía porque Neruda se sentía desgraciado “al otro lado del mundo”, lejos de occidente y de países de habla hispana, donde él pensaba que su poesía estaba destinada a florecer. Nunca estuvo conforme con sus destinos consulares, aunque desde el inicio le cayeron del cielo, desde muy joven, sin mérito alguno y le dieron tranquilidad económica para seguir escribiendo. No le gustó Rangún, tampoco Colombo, ni Batavia. Estuvo mejor en Buenos Aires, pero Barcelona le pareció poca cosa porque la actividad intelectual estaba en Madrid. La novela consigna una anécdota (cierta o inventada) muy elocuente: Neruda convence a Gabriela Mistral, que era cónsul en Madrid, de intercambiar de ciudad de manera que él pudiera estar en la capital española donde la actividad literaria era mayor. La Mistral, su protectora, accedió.           

El riesgo de escribir una obra de ficción sobre una biografía verdadera, es que el lector siente el impulso (justificado o no) de cotejar y verificar datos. Sin embargo, si bien hay algunos límites para la invención de los hechos, el narrador puede interpretarlos a su guisa con libertad creativa. Pienso, por ejemplo, en la novela del periodista peruano Jaime Bayly sobre el anecdótico puñete que Vargas Llosa le propinó a García Márquez: los hechos principales no han sido alterados, aunque la interpretación es una elaboración fabulada. 

Como los volubles personajes de Milan Kundera en La insoportable levedad del ser, Neruda ama locamente un día y siente repulsa al día siguiente, pero la culpa nunca es suya: sus mujeres se transfiguran según su conveniencia. Un día son dulces amantes que le amarran los zapatos al vate y poco después peligrosas o frígidas a los ojos del poeta, por tanto, ya no le sirven. 

La novela reconstruye acertadamente la personalidad (a mi juicio) acomplejada y arribista de Neruda, que sólo se sentía seguro de sí mismo cuando era amado (o servido), es decir, cuando se le rendían las mujeres o los aduladores, entonces se “inflaba como pavo real”. En soledad, se sentía desgraciado. Adquiría seguridad y aplomo cuando se codeaba con grandes poetas o cuando seducía a mujeres de alta clase social. Era la revancha del niño de provincia que sufrió la indiferencia de su padre durante su niñez y adolescencia. La poesía podía ser, en aquellos años, un oficio que permitía ganar respeto y admiración. Ya no lo es más. 

Me pregunto si la incursión tardía de Neruda en la poesía social y comprometida no fue también oportunista, primero para satisfacer a sus amigos españoles republicanos y a todos los extranjeros solidarios con la República, y luego para adherirse a la tendencia progresista de los gobiernos chilenos, que culminó con la llegada al poder de Salvador Allende, de quien fue embajador en Francia hasta febrero de 1973. No escribió poemas combativos mientras sirvió a gobiernos conservadores quizás porque no quería arriesgar la comodidad de su vida diplomática. El mismo Neruda reconoce en sus memorias que la guerra de España cambió su poesía, en gran parte gracias a Delia del Carril.         

Cuando Rafael Alberti lo invita a París, al Congreso Mundial de Escritores Antifascistas, el año 1936, Pablo acepta más por la oportunidad de dar a conocer su poesía que por solidaridad con la causa. Pero, al fin de cuentas, fue un momento de quiebre en su vida, porque comienza a pensar en los demás. Su transformación tiene fecha: el 17 de julio de 1936, con el estallido de la guerra civil y la división de España en dos bandos. Delia del Carril fue fundamental en su aproximación a los republicanos y comunistas. Cuando el gobierno de Alessandri lo destituyó por ese motivo, Neruda se quejaba de la falta de ingresos, aunque también se quejaba cuando los tenía en abundancia. Era un bon vivant que gastaba a manos llenas y se endeudaba. 

A su regreso a Chile en 1941 con “la hormiguita” (Delia del Carril), se involucra inmediatamente en actividades culturales y políticas, aunque sólo meses después va a visitar a su familia a Temuco. Su indiferencia con los más cercanos era a veces sorprendente.

El Winnipeg social

Con Delia del Carril 

Neruda apoyó en 1938 al candidato del Frente Popular, Pedro Aguirre Cerda, no sólo por convicción sino por cálculo político. “Su ilusión era que, si ganaba el candidato, podría obtener algún cargo y ayudar de alguna forma a sus amigos republicanos”, leemos en la novela. Con el triunfo de Aguirre Cerda, Pablo le comenta a Delia: “Sacaremos réditos de esto. He trabajado como esclavo viajando hasta el último rincón de Chile hablando con el pueblo”. El nuevo presidente lo nombró Cónsul Especial para la Inmigración Española, con sede en París, y le dio carta blanca para traer un barco de refugiados españoles, el famoso Winnipeg, quizás su acción humanitaria más importante. ¿Podría compensar con ello todos sus desamores?          

Compatibilizaba su actividad política en París con una intensa vida social. En casa de Rafael Alberti recibía a sus amigos, gastando sin reparo en comilonas y engordando cada vez más, pero en ningún momento se le ocurrió, en ese periodo, ir a La Haya para visitar a la que todavía era legalmente su esposa, Maryka, y a su hija con hidrocefalia. Ambas sobrevivían con muchas dificultades económicas a unas pocas horas de distancia. ¿Puede un buen poeta ser un mal tipo? 

Finalmente, el 4 de agosto de 1939 zarpa de Burdeos el barco canadiense Winnipeg, con lo que la misión humanitaria de Neruda culmina. Verónica Ormachea elabora emotivas escenas de la travesía y de la llegada de los 2000 refugiados al puerto de Valparaíso el 30 de agosto de 1939.

Malva Marina, la hija 

“Pig” —como lo llamaba su esposa holandesa con un dejo de reclamo a pesar del cariño que todavía le tenía— viaja finalmente a La Haya para visitar a Maryka y a su hija Malva Marina.  El reencuentro fue incómodo para el poeta, porque la culpa la llevaba clavada como una espina, pero fue más fuerte su egoísmo y le hizo entender que él ya no deseaba ninguna relación con ella y más tarde, inició el trámite de divorcio citando como causal (cínica, por decir lo menos), el “abandono injustificado del domicilio conyugal y de las obligaciones inherentes al matrimonio”, lo que le permitió casarse con Delia en 1943 en Tetecala, un pequeño pueblo de México, al sur de Cuernavaca.     

A lo largo de la obra Verónica impone su estilo personal, con expresiones coloquiales que atribuye ya sea a los personajes o a la voz “neutra” (que nunca lo es). Expresiones como: “Raimundo y todo el mundo”, “estaba en su salsa”, “cuidaba su físico como hueso santo”, “perdió el norte”, “echó el grito al cielo”, “como Dios manda”, “con el corazón en la boca”, “tirar la casa por la ventana”, “a gil y mil”, y otras sembradas en el desarrollo de la narración. 

Mientras leía la novela, ratificaba para mi coleto (como decía Jaime Sáenz) impresiones que he tenido sobre Neruda desde hace mucho tiempo, pero difíciles de expresar, porque es una suerte de sacrilegio tocar con las manos sucias al gran vate. Pero bueno, siempre me pareció un poeta sobrevalorado, inferior a César Vallejo (con el que Neruda detestaba que lo comparen), a Octavio Paz, a Miguel Hernández, y a otros de su generación. Incluso algunos libros como Residencia en la tierra, donde busca una poesía más profunda, tienen algo de gimnasia de imágenes y algo de poesía automática (sobre todo la primera parte), que con humor provocador ejercitaban los surrealistas, sus contemporáneos. En cualquier caso, material abundante que daba para interpretaciones perspicaces. La novela también facilita la lectura de la poesía: el poema “Tango del viudo” es un relato literal de la primera experiencia de Neruda en Rangún y su tormentosa relación con la “pantera birmana”. 

Primera edición, clandestina
En su momento, me maravillé con Canto general (1950), que hoy me parece más cercano a un ejercicio mecánico de alinear una colección de paisajes, banderas y nombres heroicos de toda nuestra América. De esa colección alargada de versos, no hay más de un centenar que me dejaron pensando. Entonces me quedo con Residencia en la tierra porque me parece una poesía más sincera. 

Demasiado severo, Borges se preguntaba, en sus conversaciones con Bioy Casares, si Neruda había escrito algún verso memorable, supongo que refiriéndose sobre todo a la poesía amorosa. La novela no aborda la poética sino tangencialmente, para concentrarse en las relaciones humanas del poeta, y en especial con las parejas que fueron esenciales en su vida. Ahí, Verónica Ormachea adopta una mirada solidaria con las mujeres que, de varias maneras, fueron víctimas de Neruda, sin desestimar la propia responsabilidad de cada una de ellas, ya sea por amor, por fragilidad o por dependencia económica. 

Uno de los episodios más apasionantes en la novela es el relato de Neruda perseguido durante un año por el dictador González Videla. Luego de permanecer escondido en más de veinte casas de amigos o desconocidos solidarios, finalmente huye a caballo por Futrono a San Martín de los Andes, atravesando la frontera con Argentina el 4 de marzo de 1949, irreconocible por la barba que había crecido durante el periodo de su clandestinidad, y luego viaja a Europa donde se reafirma como una figura mundial, acogida decenas de veces en los países comunistas, incluso por el mismo Stalin. En el circuito comunista es honrado en congresos y con premios importantes, junto a Picasso, Louis Aragon, y otros intelectuales comunistas. Por primera vez tiene suficiente dinero para alquilar o comprar viviendas, en México y en París. 

La tristeza final

Matilde Urrutia, por Diego Rivera 

En México, Delia emplea a la joven chilena Matilde Urrutia para cuidar de Pablo que tenía sobrepeso y flebitis. La llevan repetidas veces como acompañante en sus viajes trasatlánticos y, como no podía ser de otra manera, Pablo la seduce y se enamoran, sin que Delia sospeche al principio. Otra vez Neruda se siente rejuvenecido por una relación amorosa que al principio tiene mucho de sexual. Esta sería la relación definitiva, o casi… Neruda se comporta una vez más como adolescente enamorado, escribiendo versos cursis que entregaba en secreto a su nuevo amor. Verónica Ormachea hace una hermosa descripción del casamiento simbólico de Neruda con Matilde bajo la luna llena de Capri, donde viven juntos en una suerte de paraíso escondido. En la ceremonia nocturna, sólo están los dos, vestidos para la ocasión, solos con su perro Nyon. Se repite algo que es una constante con todas sus amantes antes de convertirse en parejas reconocidas públicamente: la clandestinidad parecía excitarlo.      

La muerte de Eva Perón el 26 de julio de 1952, ocurre cuando Neruda y Matilde regresan en barco a Uruguay y Argentina. (No tiene nada que ver, pero casualmente ese día yo llegaba a Villazón en tren, con mi madre). 

Mi lectura de la novela me hace pensar que la mujer más importante en la vida de Neruda fue Delia del Carril. Gracias a ella emergió como poeta comprometido políticamente y adquirió por ello fama mundial. Cuando Delia hizo su testamento le dejó todo lo suyo, sin saber que ya vivía con Matilde. Mientras tanto, María Antonieta muere en la pobreza absoluta, enterrada en una fosa común en Holanda, luego de una vida desgraciada por su amor y lealtad no correspondida por Neruda.  

Como se sabe desde el inicio de la novela (y de la historia reciente), la muerte le llegó al poeta 12 días después del golpe de Pinochet, no de tristeza ni por el cáncer de próstata que había hecho metástasis, sino por envenenamiento, según comprobó la comisión forense que exhumó sus restos el año 2017 y emitió un informe definitivo en febrero del 2023. El panel internacional de expertos descubrió en la osamenta trazas de la bacteria Clostridium botulinum, que le habrían inyectado cuando se encontraba en el hospital.     

Como sucede en casi todos libros, los diablillos de plomo (que ahora son digitales) han introducido algunas erratas y errores en el texto, que sólo lectores lentos y meticulosos solemos descubrir. Por ello es aconsejable varias miradas indagadoras antes de publicar una obra. Apoyándose en el propio Neruda, Verónica incluye una frase muy cierta: “no hay peor corrector de su trabajo que uno mismo”. 

Uno concluye la lectura de la obra con el placer de haber abarcado la vida del poeta chileno, quizás el más declamado en lengua castellana, porque sus versos de amor y de vocación popular son al fin y al cabo memorables, contrariamente a lo que pensaba Borges. 

Hizo bien Verónica de escribir su novela con una visión crítica, y no creer demasiado al propio Neruda que en sus papeles autobiográficos se atribuye más méritos de los que realmente hizo, tanto en la política como en sus relaciones con otros escritores, y con las mujeres. También en lo poético exagera. Sin mucha modestia, Neruda se atribuye una influencia literaria sobre Miguel Hernández, el poeta español de origen campesino al que supuestamente acogió en su casa en Madrid. Según su relato, también García Lorca habría sido influenciado cuando leía sus poemas a su amigo: “No sigas, no sigas, que me influencias” … Ni Hernández ni García Lorca vivieron mucho tiempo para contradecirlo, y Neruda se cuidó de no publicar sus memorias en vida.

En su poesía, como en sus escritos autobiográficos, Neruda escondió a sus mujeres, no dijo cuán importantes fueron en su vida y todo lo que les quedó debiendo. Las invisibilizó, pero Verónica Ormachea, apoyada en otros testimonios valiosos que interpreta, las reivindica en su novela. 

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Yo oigo el sueño de vicios compañeros y mujeres amadas, 
sueños cuyos latidos me quebrantan: 
su material de alfombra piso en silencio, 
su luz de amapola muerdo con delirio.
—Pablo Neruda 
 

18 agosto 2025

MNR, modelo para armar

(Publicado el miércoles 6 de agosto de 2025 en Brújula Digital y Agencia de Noticias Fides)

Estoy en desventaja para comentar Fogoneros del poder (2025, Editorial 3600) de Valentín Abecia López, porque en el prólogo el autor revela que ha conocido personalmente a los 34 personajes retratados en su obra, mientras que yo apenas he conocido a unos cuantos.       

Además de mi padre, con Augusto Céspedes sostuve una amistad más prolongada, ya sea en La Paz, en París o por correspondencia. El “Chueco” es uno de los 14 escritores que incluí en mi primer libro: Provocaciones (1977). A Aníbal Aguilar Peñarrieta lo visité incluso cuando estuvo preso, y lo filmé en Miraflores para un proyecto cinematográfico, mientras me mostraba los impactos de bala en las paredes de su casa, ya que días antes había sido víctima de un atentado. Con Pepe Fellman Velarde charlé en su casa de la avenida Ballivián, en Calacoto, y además lo vi con mi padre en otras ocasiones, incluso durante el viaje del Dr. Paz Estenssoro a Washington (la última visita oficial que recibió Kennedy antes de su asesinato). Con Reynaldo Peters estuvimos algunas veces hacia el final de su vida, ya sea en reuniones relacionadas con derechos humanos o porque nos tocaba votar en el mismo recinto. Lo mismo puedo decir de Lydia Gueiler, de Carlos Serrate y de Augusto Cuadros Sánchez, a quien visité en Cochabamba la última vez en noviembre de 2002. 

Van ocho… A otros 12 los traté brevemente a través de mi padre, pero no puedo decir que los haya conocido (“conocer” es una palabra con mucho peso). A los 14 restantes nunca los vi de cerca, sobre todo a aquellos que emergieron en la política después de 1980.  

Ya metido en las 557 páginas, me di cuenta de que no era indispensable haberlos conocido, ya que Valentín se encarga de presentarnos a cada personaje a través de un hecho particular, de un periodo específico o incluso de un documento que marcó un hito en su participación política. No pretende el autor presentar esbozos biográficos, sino viñetas sueltas o instantáneas fotográficas que dicen algo de los personajes sin la pretensión de decirlo todo. Sería imposible hacer biografías en 10 o 15 páginas. Lo que aquí tenemos es “pinceladas”, para usar el mismo término que usa el autor.

Valentín Abecia López no aspira a armar un rompecabezas de 34 piezas, ya que ellas no encajan entre sí, más bien quiere presentarnos un collage de impresiones, partiendo de su hipótesis de que cada uno de los personajes retratados “era apenas una parte de un gran engranaje, y en realidad, al conocer a uno, faltaba su complemento, que era el resto, aunque no hubiera filias entre ellos”. Y añade en el prólogo, que todos le dejaron “sabor a poco”.     

Podemos discrepar con esas dos aseveraciones, pero es legítimo derecho de todo autor expresar su opinión. A mi parecer, independientemente de la calidad política y humana de cada personaje, o de su importancia histórica relativa, todos eran personalidades diferentes y la mayoría no necesitaba de otro para sobresalir. Si bien algunos se arrimaron al carro del MNR por oportunismo y quisieron destacar por su obsecuente relación con los dirigentes históricos, otros trazaron su propio camino y destacaron por méritos propios, sin buscar necesariamente los reflectores de la popularidad. La aseveración de que sólo existían como grupo, y se necesitaban entre todos para subsistir porque “individualmente podían perderse en la inmensidad de la pradera”, es algo que el propio libro contradice. 

La lectura de los 34 capítulos ofrece mucho material para disputar la incitación inicial del prólogo, que entiendo que Valentín la incluye adrede, para provocar al lector e invitarlo a recorrer todas las páginas, como lo he hecho yo con detenimiento y creciente interés. Cada capítulo revela algo importante sobre el personaje cuyo nombre encabeza el título, tanto sobre los que podemos llamar “históricos”, porque nacieron a la política con el MNR (es el caso de mi padre) y comenzaron en momentos en que el partido estaba en su adolescencia, perseguido y acosado, como a los que de manera utilitaria se incrustaron en el MNR cuando ya era el partido político más importante del siglo XX. Valentín, con mucha razón, se refiere a varios MNR diferentes, porque un partido que tuvo vigencia más de 60 años no podía sino evolucionar (o involucionar, dependiendo de dónde quiera situarse el observador). 

Ernesto Ayala Mercado

Los “fogoneros” que yo conocí me dejaron sabor a mucho, con sus virtudes y defectos. Hace mucho tiempo que Bolivia ya no tiene personalidades políticas de esa talla, con temperamentos a veces fuertes, volcánicos, y acciones que marcan hitos históricos. En otra obra anterior, Inquilinos del poder (2021, Editorial 3600) Valentín ha abordado a siete personajes centrales del MNR, con quienes tuve mayor relación: sobre todo Paz Estenssoro y Juan Lechín, pero también Siles Zuazo, Walter Guevara, y también Goni Sánchez de Lozada (mi vecino en Obrajes durante muchos años), con quien hablábamos más de cine que de otros temas.      

Como toda obra, esta es una propuesta semántica incompleta, que encuentra en cada lector su complemento. He querido ser un lector cómplice para descubrir los personajes que no conocía, y he realizado una lectura crítica cuando el libro aborda a aquellos que conocí.  

Podemos afirmar que ningún partido político de Bolivia produjo tantas y tan importantes personalidades como el MNR. En todos los de la primera generación, como bien señala Valentín en su epílogo, primaba la convicción, el compromiso y la dignidad con que defendieron y trabajaron por el proceso revolucionario que cambió al país. No tanto en la segunda promoción, que llegó con las ideas neoliberales y “sin la misma mística”, como apunta el autor. Cada uno de los 34 “fogoneros” está vinculado a un hecho saliente de la historia del MNR, y por lo tanto de la historia de Bolivia. Cada uno es un eje en sí mismo, en torno al cual gira algún acontecimiento cardinal. Por ello cada capítulo lleva su propia bibliografía. 

Federico Álvarez Plata 

Cuando aborda a Germán Monrroy Block, hace énfasis en las relaciones con Paraguay. Cuando escribe sobre Carlos Serrate se ocupa de la reconstrucción del MNR después de 1964. Cuando se refiere a Víctor Andrade Usquiano, habla del excelente negociador que supo meterse en el bolsillo a funcionarios gringos del departamento de Estado y defender como un tigre el precio de nuestro estaño. De Carlos Morales Guillén destaca su importante papel en el estudio que se hizo para justificar la nacionalización de las minas, que no fue una medida tomada a la ligera, ni una mera consigna política como las que habían lanzado en su momento Tristán Marof o Ricardo Anaya. Tanto Guillermo Alborta Velasco como Federico Álvarez Plata figuran en el libro por su valentía: el primero al denunciar y tipificar la corrupción de algunos dirigentes del propio MNR en su libro El flagelo de la inflación en Bolivia, país monoproductor (1963) y el segundo por tratar de evitar, en el mismo periodo inflacionario, la emisión inorgánica de billetes durante la primera presidencia de Siles Zuazo en 1956.     

Del mismo modo, el perfil de Eduardo Arze Quiroga está ligado a la defensa del petróleo frente a las maniobras de la Standard Oil, tal como lo hizo Manuel Barrau frente a los intereses brasileños. De Alfredo Franco Guachalla destaca el informe al congreso, en 1963, sobre las minas nacionalizadas. Adrián Barrenechea figura como un valiente luchador que arriesgó todo cuando era alcalde de Potosí en 1947, y sufrió prisión y confinamiento. También se distinguieron como alcaldes en otros periodos Juan Luis Gutiérrez Granier (1943) y Mario Sanginés Uriarte (1984). Un capítulo muy interesante es el de Ernesto Ayala Mercado, trotskista de origen, que en 1956 hizo en el Congreso una aguerrida defensa del MNR para desmontar un juicio de responsabilidades que querían instaurar cuatro diputados de la Falange.

No puedo detenerme ni un minuto (o un párrafo) en cada uno de los protagonistas de quienes Valentín Abecia hace justicia con objetividad y buenas fuentes de información, porque me extendería demasiado y no dejaría al lector el margen que necesita para interactuar con la obra.

Alfonso Gumucio Reyes y Paz Estenssoro 
foto @AlfonsoGumucio

Puedo referirme a los que mejor conocí, empezando por mi padre, quien siempre estuvo en el rubro que le interesaba: el desarrollo económico del país. Nunca quiso ocupar carteras que no correspondían a su área de conocimiento, ni lanzarse como candidato a diputado o senador. Los periodistas le decían el ministro “mudo” o el ministro “opa”, porque no hacía declaraciones, estaba en lo suyo, la planificación económica. El capítulo que le dedica Valentín le hace justicia y subraya algo que era muy comentado en Santa Cruz: mi padre era el terco y empecinado “colla loco” que soñaba proyectos que parecían imposibles. El ingenio de Guabirá, la fábrica de cemento de Sucre, la planta hidroeléctrica de Corani, la PIL de Cochabamba, el traslado de ganado Nelore al Beni, la inmigración de agricultores japoneses a Santa Cruz, y por supuesto, las carreteras de integración al oriente, son algunas de esas obras realizadas con poco financiamiento pero bien administrado.     

Sólo ocupó dos cargos mientras estuvo en el país: presidente de la Corporación Boliviana de Fomento (CBF), que en su momento fue un super ministerio de planificación y desarrollo, y luego, en el segundo gobierno de Paz Estenssoro, cruzó la avenida Camacho (literalmente) para hacerse cargo del ministerio de Economía (que estaba en el edificio del frente) y seguir durante otros cuatro años con los proyectos que había comenzado en la CBF. 

No es secreto que fue uno de los hombres más próximos a Paz Estenssoro, a quien siempre llamó “Jefe” respetuosamente, a pesar de la estrecha amistad que los unía y unía a ambas familias. En sus últimos años, cuando hacía el balance de su vida, en su retiro en San Luis (Tarija), Paz Estenssoro decía a quien quisiera escucharlo que su colaborador de mayor confianza y uno de sus pocos amigos de verdad había sido el “Flaco” Gumucio. Esa misma confianza hizo que mi padre le dijera con franqueza en 1963 que no estaba de acuerdo con su nueva postulación a la presidencia para las elecciones de 1964, y en 1971, que no seguiría en el MNR debido al pacto sellado con Banzer y con la Falange Socialista Boliviana (FSB). Pero mi padre no se fue a otro partido, ni se unió a una nueva fracción del MNR. Sin hacer bulla se retiró de la política, aunque mantuvo su amistad con el Dr. Paz, como yo mismo pude constatar. 

La lealtad con Paz no era óbice para que mantuviera buenas relaciones con Siles Zuazo, Walter Guevara o Juan Lechín, quien solía esconderse en mi casa cuando lo perseguían y liquidaba los chocolates de menta marca Corona que celosamente guardaba mi padre. Don Juan era un agradable conversador, ambos se llevaban muy bien desde que mi padre, en los albores del MNR, lo había posesionado como subprefecto de Uncía. 

José Fellman Velarde 

José Fellman Velarde, a quien el autor le dedica uno de los capítulos más extensos, destacó por varios hechos mientras ejerció como canciller, pero también antes y después como intelectual, actor de teatro, autor de novelas y de una importante Historia de Bolivia (1970) en tres tomos. ¿Alguien imagina a Choquehuanca produciendo con su propia cabeza algún libro luego de 20 años en el poder? Fellman fue además el autor del emblemático Álbum de la Revolución(1954) con extraordinarias fotografías que los investigadores profesionales o improvisados hemos usado en los relatos sobre la historia del MNR. Es obvio que los breves comentarios que acompañan las fotos, son sesgados en favor del MNR triunfante. No es un libro de historia, pero todos los historiadores quisieran tener un ejemplar en su biblioteca.        

El capítulo que le dedica a Augusto Céspedes se concentra en la famosa polémica que sostuvo con Fernando Diez de Medina, ambos prominentes escritores y militantes del MNR, en funciones de gobierno. El cruce de artículos entre ellos es un ejemplo de inteligencia y altura, aunque Céspedes, menos retórico, golpea más duro y revela las nostalgias de Diez de Medina por los gobiernos de la oligarquía. Años después, cuando Diez de Medina sirvió al régimen de Barrientos y escribió una biografía del dictador, El general del pueblo (1970), el “Chueco” se refería a él como “Diez de Harina”, por un supuesto negociado. 

Augusto Céspedes
foto @AlfonsoGumucio 

Tal como muestra esta obra, algunos “fogoneros” quisieron aferrarse al Estado por todos los medios, al extremo de colaborar con gobiernos de diferente color, incluso dictaduras militares, a través de taxi-partidos que nacían muertos, pero figuraban como siglas nuevas en algún certamen electoral.     

Uno de los hilos conductores de la obra es que los “fogoneros” llevaron a la práctica ideas que en periodos anteriores otros habían expresado, pero no tuvieron la voluntad ni la determinación de hacer realidad. Las grandes obras suelen tener muchos padres platónicos pero pocos padres biológicos. Del dicho al hecho hay mucho derecho. (Nota al margen: a principios de julio de 2025 se publicaron varias notas reclamando la paternidad del Decreto 21060, que ni Evo Morales, su más ácido crítico, se atrevió a eliminar. Conté cinco de esas notas, pero a nadie le cabe duda de que el presidente Paz Estenssoro fue quien dio la cara y firmó el decreto —que en su momento muchos criticamos públicamente por su alto costo social. Así pasará a la historia: su gobierno lo hizo realidad y lo demás son cuentos).

Hay mucho más en el libro de Valentín. Me hubiera gustado abordar otros temas que menciona de pasada, como la famosa canción “Vasija de barro”, el “segundo himno ecuatoriano”, puesto que fui amigo de uno de sus autores, el gran poeta Jorge Enrique Adoum (y tengo copia del manuscrito original), pero mejor dejar esos cabos sueltos para agradables charlas de café. 

Lidia Gueiler Tejada 

Soy un apasionado de los relatos autobiográficos, de los testimonios y de los diarios íntimos, sobre todo aquellos escritos al calor de los hechos, porque son reveladores y sinceros, expresan vivencias y anécdotas que raras veces llegan a los libros de historia. Los investigadores acuciosos escriben y analizan hechos que no vivieron ni conocieron, sea la guerra del Pacífico o la del Chaco, o cualquier otro episodio, pero nada se compara con el testimonio personal.        

Quizás por ello mismo, el capítulo que prefiero es el que le dedica a un personaje que tiene fama de siniestro: Claudio San Román, encargado de la represión política durante un largo periodo de gobierno del MNR. Me ha gustado porque en todo el libro, es el único capítulo donde se habla en primera persona, donde Valentín narra su propia experiencia, a los doce años de edad, cuando el 4 de noviembre de 1964, se produjo el golpe militar del vicepresidente René Barrientos contra su propio presidente, Paz Estenssoro. La descripción minuciosa de un adolescente que por primera vez es testigo de una revuelta política, donde mucha gente sale enardecida a las calles y donde su propia familia tuvo que esconderse, es una pieza testimonial que nadie más podía haber escrito, salvo quien la vivió. Ese es el valor de los testimonios.

Víctor Andrade Usquiano con Kennedy 

En ese capítulo, pero también a lo largo del libro, destaca el estilo narrativo desenfadado y coloquial del autor. Su propia opinión sobre los hechos se filtra entre líneas, por ejemplo, cuando trata temas que conoce bien, como las relaciones con Chile o la guerra del Chaco. A diferencia de los historiadores que deslizan sus opiniones de manera “neutra”, como si no tuvieran posición propia, Valentín expresa las suyas incluso con humor, sin dejar dudas sobre su punto de vista. Los más especializados podrán cuestionar sus afirmaciones o su estilo de contar, pero no sería más que una revisión a través de otro cristal, porque no existe una única mirada sobre las cosas. Cada obra es una propuesta diferente, no una verdad absoluta.       

Quizás porque Valentín afirma que conoció a todos los fogoneros de su libro, extrañé (como lector curioso) anécdotas y revelaciones sobre los personajes, pero no están ahí porque el autor, como historiador, ha privilegiado el análisis documental sobre lo anecdótico. No he leído la obra como historiador ni como analista político, sino como lector memorioso, ya que es un ejercicio de rescate sobre hechos que de otra manera se perderían en la hojarasca. 

Es un lugar común decir que en internet está todo, pero eso es completamente falso, como bien sabe cualquier investigador serio. Como prueba de ello, desafío a los lectores a que busquen fotos de los “fogoneros”: encontrarán muy pocas, como si su paso por la historia hubiera sido intrascendente. Hay más fotos sobre cualquier improvisado tiktokerode Tarija o de Riberalta, pero muy pocas de quienes forjaron nuestra historia reciente.

Reynaldo Peters 

Las obras no son como uno quiere que sean, sino como las quiere su autor. En este caso, poco a poco me fui adentrando en la lógica interna de su estructura y entendí que este un libro de historia antes que un relato testimonial. Su autor ha tenido acceso a documentos personales, cartas que no eran públicas, o archivos poco explorados de la Cancillería o de la biblioteca del Congreso, cuya exposición ahora enriquece el relato porque revela hechos que no conocíamos o que no se habían analizado.        

Mientras leía Fogoneros del poder me hacía una pregunta cuya respuesta no encontré ni en el prólogo ni el epílogo. ¿A qué lógica corresponde el orden de los capítulos? No es un orden alfabético, ni tampoco un orden cronológico. Quizás, como lector fatigoso, yo esperaba un orden histórico, es decir, el orden en que cada uno de los personajes ingresó al MNR o quizás mejor, el orden en el que se narra aquel hecho cardinal alrededor del cual se construye al personaje. El hilo de la historia estaría así mejor servido. Pero luego entendí (o creo entender), que la lógica del collage es precisamente la que determina que no exista un orden particular y una línea de tiempo que organice los capítulos. 

Cada uno de los personajes de Fogoneros del poder está precedido por una cita de Mario Vargas Llosa, lo cual indica que el peruano es uno de los autores preferidos de Valentín. Lo que no me queda claro, es qué tienen que ver esas citas con el contenido de los capítulos. Termino con esa interrogante que traslado al autor. 

En un plano más personal, el libro de Valentín me ha hecho revivir episodios que estaban en la trastienda de mi memoria desde la muerte de mi padre en 1981, cuando yo me encontraba en el exilio.

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Los hombres que no obran bien siempre andan temiendo que otros les respondan con aquellas acciones que las suyas se merecen.
—Maquiavelo 
 


12 agosto 2025

Sangre y tinta de Yolanda

(Publicado en Brújula Digital y Agencia de Noticias Fides, el miércoles 30 de julio de 2025)

La Editorial Mantis (Magela Baudoin, Giovanna Rivero y Ximena Santaolalla) ha tenido la buena iniciativa de publicar una nueva edición de Bajo el oscuro sol, la novela de Yolanda Bedregal, una obra que no debe desaparecer de nuestro radar porque con el tiempo admite otras lecturas de sus nuevos lectores y relectores. La presentación, el lunes 28 de julio en la biblioteca del Instituto Goethe, contó con los comentarios académicos de Ana Rebeca Prada, Fátima Lazarte, Mauricio Murillo, y Magela Baudoin.        

No he vuelto a leer la novela desde que se presentó una anterior edición y escribí un texto memorioso que no tiene otra pretensión que la de rendir homenaje a la amistad. Se publicó en el suplemento Letra Siete el 19 de mayo de 2022 pero como todo el archivo digital de Página Siete está ahora fuera del alcance de los lectores, me ha parecido oportuno volver a publicarlo, para lo que pueda servir. 

Rara vez vuelvo a leer un libro. Hay demasiados libros buenos como para releer, no alcanza la vida. Pero por varias razones he vuelto a leer Bajo el oscuro sol de Yolanda Bedregal, publicado en una edición que conmemora medio siglo de la primera. He preferido leer la edición original de 1971 porque la leí hace 50 años cuando se publicó, porque no recordaba nada de la trama y porque esta lectura ha sido una manera de recordar a Yolanda Bedregal. 

Estuvimos juntos varias veces en su casa de la calle Goitia o en la mía, en la calle 6 de Obrajes. En la época en que yo preparaba retratos para mi exposición “Retrato hablado”, le dije que había imaginado una fotografía de ella, sentada como una niña con los pies colgando, en una silla de madera desproporcionadamente grande. Nunca hice el retrato porque encontré alguna resistencia suya: no quería fotos a su edad. “Ya estoy vieja”, decía, aunque conservaba el mismo aire de niña.

En la casa de la calle Goitia hablamos de José María Velasco Maidana, quien había aglutinado en torno a la filmación de “Warawara” a lo más granado del mundo cultural paceño. Ella confirmó algunos datos que me habían proporcionado Marina Núñez del Prado y Donato Olmos Peñaranda, entre otros. En otra ocasión, estuvo en mi casa con motivo de la visita de dos amigos escritores paraguayos: Rubén Bareiro Saguier y Carlos Villagra. En esa oportunidad también invité a Augusto Céspedes, Mariano Baptista Gumucio, Manuel Vargas, Edith von Borries, y el director del Centro Cultural Patiño, cuyo nombre no recuerdo.     

Cuando publicó en Los Amigos del Libro su Antología de la poesía boliviana, un tomo de 626 páginas (tengo tres ediciones sucesivas), incluyó allí cuatro poemas míos: “Detenido”, “Silbos”, “Ateneo literario” y “Autopsia”. 

Alguna vez su hija Rosángela me invitó a formar parte del jurado del concurso nacional de poesía que lleva su nombre; acepté con mucho gusto, junto a Juan Cristóbal Urioste, Juan Ignacio Siles, Vilma Tapia, y el “Chino” Soriano Badani. 

Yolanda y yo nos leíamos con respeto y cariño, como el que expresó al leer mi poemario Sentímetros: “Querido Alfonso: Ya en cama hasta las dos de la mañana, milímetro a milímetro he leído tus Sentímetros. Los he gustado con la lengua y sus implicaciones cerebrales y cordiales. Todo un alambique que al final destila poesía. Te has valido de una cuidadosa y misteriosa alquimia también. Le has arrancado, aunque no creas, frutos a tu papiel, cristales de extraña pulcritud elaborados. Frutos, y también ese silencio de que uno se va llenando para seguir gritando como quien se calla. Muchas cosas podría decirte de lo que esconde el mecanismo enloquecido y seco de tus poemas y como te digo, los leí emocionada y admirando su calidad literaria, además. Si te pongo estas líneas a vuela-punta es porque no puedo ir personalmente estos próximos días, como quería. Yolanda”.        

Atesoro también varios libros pequeños y las Obras Completas de Yolanda Bedregal en cinco tomos (7 kilos, 3 150 páginas) publicados por Plural Editores en 2009 (a diez años de su fallecimiento), en una edición promovida por Rosángela Conitzer Bedregal y José Antonio Quiroga, cuidada por Leonardo García Pabón, con el concurso especializado de Mónica Velásquez Guzmán, Ana Rebeca Prada y Virginia Ayllón. Es una edición hermosa. Preferí, sin embargo, releer la novela en la edición original de Los Amigos del Libro, impresa en 1971 (aunque en el lomo y en la portadilla dice 1970) en los talleres gráficos de don Ernesto Burillo (gran persona don Ernesto) en la Avenida Simón Bolívar, con portada diseñada por Carlos Rimassa y un retrato de solapa que no lleva crédito de autor. Ese primer tiraje fue de 2 mil ejemplares, que aún entonces era importante. Sus 262 páginas están impresas en un papel grueso, hoy más amarillento por el tiempo transcurrido. 

He reconocido las esquinas que doblé alguna vez, mis subrayados y marcas con lápiz, y he añadido otras para hilar las ideas de este comentario que no pretende ser un análisis especializado, apenas apuntes de reconocimiento de un territorio que había olvidado. He leído algunos comentarios en la prensa, y no reconozco en ninguno mis propias impresiones. Parece que hubiéramos leído una novela diferente, lo cual no es necesariamente malo, pero sí me sorprende el peso que algunos le dan a la descripción de la ciudad o del ambiente político, cuando eso ocupa poco espacio en la primera parte de la novela y sobre todo, no es su esencia. 

En una lectura de primer nivel, esta historia gira en torno a un personaje, Verónica Loreto, que al principio de la novela muere en su habitación por una bala perdida. La joven, cuya vida es desconocida para todos, despierta la curiosidad de un siquiatra que se empeña en descubrir quién era Loreto (sin embargo, la había tratado antes de una pulmonía), y en el proceso se “enamora” de ella. En las últimas cuatro páginas, un incesto narrado al remate de un cuaderno íntimo, deshace los nudos narrativos, como si hubiera prisa para acabar con la pesquisa.        

En una lectura de segundo nivel, este es un juego provocador, un texto sobre el oficio de escribir y sobre el desafío de innovar. Es cierto que las técnicas utilizadas no eran nuevas ni en el mundo ni en Bolivia. Los fragmentos de cartas, los sellos de cartas como pistas, la intervención del autor como personaje, las voces de tres narradores en primera persona, la construcción en forma de colcha de retazos, la línea continua de la muerte como leit-motiv, pueden encontrase en otras obras, pero sería ocioso mencionar a otros autores para demostrar que uno los ha leído. 

Recordé el importante salto de Yolanda a la novela, que en aquella época sus jóvenes lectores y amigos vimos como un acto de desafío consigo misma, en la cúspide de una trayectoria tan emblemática en la poesía. La historia de la novela podría ser otra, porque es una excusa para abordar las relaciones humanas o la ausencia de ellas. El enigma de la vida de Loreto intriga a Gabriño, al extremo de que lo desequilibra emocionalmente. No por nada se sugiere en el texto, que los siquiatras se forman para enfrentar sus propios fantasmas. 

Hay otra lectura en esa lectura, que abarca la diversidad de voces y estilos, algunos con mejor fortuna que otros. Me impresionó el destilado poético de las primeras páginas, en particular el breve texto sin título que describe la quema de un piano de cola. Son seis párrafos magistrales, de la mejor narrativa (difiere en ediciones posteriores), que parece anunciar más páginas con ese mismo vigor poético, pero no sucede. Quizás no sucede porque Yolanda quería construir algo diferente, donde se trenza la poesía con los diálogos, con las reflexiones en primera persona de los tres narradores: Loreto, Gabriño y el narrador-autor exterior, que tampoco es neutro. 

El autor-pescador aguarda que la historia se desenvuelva como un río, mientras “sus sentidos se prolongan al anzuelo” y provoca directamente al lector para que intervenga en su ayuda: “sin usted faltaría un elemento esencial, imprescindible”. Convertido en personaje el autor (que nunca se identifica como “autora”) ingresa físicamente en el espacio de la ficción, como desdoblamiento de Gabriño, en dos de los mejores capítulos de la novela (“Retorno” y “En la resaca”). Esa atmósfera me recordó “El círculo”, de Oscar Cerruto. 

Las cosas más sorprendentes pueden suceder en la novela de un párrafo al siguiente, sin antesala ni anestesia, desde el disparo fortuito que mata a Verónica, el suicidio de Félix Camargo, el supuesto plagio o la revelación del incesto. La trama de pesquisa policial y literaria se sobreponen como capas de una cebolla transparente con ventanas reflexivas que a ratos abordan el feminismo, la muerte, lo sobrenatural, la justicia criolla, el oficio de escribir, la soledad del amor… Hay escenas inverosímiles o tal vez surrealistas (la valija de papeles tirada al río y luego recuperada). A ratos parece que la autora hubiera escrito “Bajo el oscuro sol” en etapas diferentes de su vida. La misma novela lo resume así: “Todo se encadena para alguna finalidad. Lo aparentemente inconexo es paso obligado hacia un destino”.      

No puedo resistir la tentación de transcribir de las páginas iniciales, uno de los mejores momentos de la novela, una escena inolvidable por su calidad literaria, al margen de las extrapolaciones simbólicas (políticas, culturales) a las que se presta:

“En plena Alameda, entre gritos y banderas improvisadas, la muchedumbre, no ahíta del saqueo, incendió el gran piano de cola. Se erguía la mole negra en tres patas como toro sudoroso, esperando la banderilla que no vino de frente sino en rastreras lenguas. 

“Lamieron el barniz hasta dejarlo como una piel enferma; goterones de sangre rojinegra brotaron por los flancos. Los cascos se hundían en el asfalto caldeado; los pedales metálicos trataban de retener el peso del cuerpo orquestal. Al fin cedieron al suelo reblandecido. Maderas rociadas de gasolina apuraban el fuego. El piano cayó arrodillado. Todavía con el pecho henchido resistía, resistía. Y ya no pudo más. Se desplomó. 

“Entre bramar de cuerdas reventadas se abrió la tapa colosal. Ya no era el toro en reto a la mañana brava. Era pájaro gigante caído de costado, (¿desde qué cielos?). El ala impar parecía querer proteger la garganta sagrada, grifo mitológico derrotado por flechas dementes, acezaba con el ala al sesgo”.

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Son años que está inmóvil esa imagen 
mirando en la ventana del vacío.
—Yolanda Bedregal